Domingo 12 de septiembre de 2010
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Nuestra sociedad colonial, asentada en el trabajo casi gratuito de los indígenas, constituía sin duda el súmmun de la ociosidad y la intolerancia religiosa y por tanto, de la envidia. Nada era más importante en ella, que la disputa por los títulos, la limpieza de sangres, el número de esclavos negros, de mitayos y de encomendados, el derecho a la vereda o al reclinatorio en la catedral… futilezas dictadas por la gangrena que corroía las almas indolentes.
Fernando Díaz Plaza en su obra El español y los siete pecados capitales, dedica naturalmente uno de los capítulos más reveladores y sabrosos a la envidia, destacando la paradoja de que uno de los pueblos más generosos del mundo, sea también, probablemente, el más envidioso.
Todas las formas y expresiones del fenómeno, retratadas por este autor, trátese del elogio condicionado o reticente, de la maledicencia que rodea a quien empieza a surgir en cualquier campo, y muchos más en los de la política o la literatura, el refranero de maldades sobre los pueblos y las aldeas, el gozo de la gente por los palos que fulano o zutano recibe en la prensa, o el peculiar significado que adquieren ciertas palabras, que en otros idiomas resultan inocentes, todo ello podría reproducirse, y magnificado en América Latina, o particularmente en Bolivia, cuya sociedad pareciera ciertamente vivir en un inmenso convento, tan apartada como está del resto del mundo, tanto por la mediterraneidad de su territorio, como por la ociosidad mental de la gran mayoría de sus miembros, impermeables al cultivo de su teatro interior.
Fuente: LA PATRIA