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Domingo 27 de enero de 2019

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Cultural El Duende

Itinerario sentimental

27 ene 2019

Dulcardo Guzmán

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EL PARQUE CASTRO DE PADILLA

Algún pintor, bohemio y taumaturgo pintó el parque Castro de Padilla una mañana limpia de abril, volcando su emoción en el árido lienzo de la puna. Y ahí está, conjunción de brazo y genio, definitivamente triángulo de amor, trabajo y poesía.

En la tierra orureña, no hay rincón comparable a este jirón romántico y florido. Entre coposos pinos y setos uniformes exhalan su armonía el pensamiento y todas las flores que las pacientes manos del jardinero cultiva en la entraña pródiga de la tierra.

La naturaleza ríe y canta su canto de esmeralda con virgiliano acento, durante las cuatro estaciones del año. Y en sus bancos cavila el anciano, parlotean las mujeres, susurran los enamorados, y la mirada elástica de un niño se aleja detrás de una mariposa.

Los domingos se viste de gala con el traje dominguero de los viandantes y con la alegría cristalina de los niños, porque todo le pertenece dentro la cuadratura prismática y lozana de la superficie. Así como le pertenece la suerte de un idilio, las monedas de oro que le arroja el sol fecundo, le pertenece la melodía desbordante de las campanas que anuncian salmos de paz llamando a liturgia.

Los domingos se viste de gala con el traje dominguero de los viandantes y con la alegría cristalina de los niños, porque todo le pertenece dentro la cuadratura prismática y lozana de la superficie. Así como le pertenece la suerte de un idilio, las monedas de oro que le arroja el sol fecundo, le pertenece la melodía desbordante de las campanas que anuncian salmos de paz llamando a liturgia.

Parque Castro y Padilla tienes nombre de varón ilustre, y su prosapia se remonta a la fundación de esta Real Villa San Felipe de Austria.

LOS ARENALES

Se dice que cualquier tiempo pasado fue mejor, y me hice la misma pregunta, al visitar de años, de muchísimos años, la cónica tristeza de Los Arenales.

Hundí la mirada en derredor, el sopor calcinante de la tarde me obligó a cobijarme bajo el desgarbado ramaje del único sauce que aún queda en pie. Desde ahí, deambulé con el recuerdo a cuestas, por los cuatro horizontes del pasado.

La legendaria invasión de las hormigas retrotrajo mi memoria en síntesis cinematográfica. El gigantesco reptil, el descomunal batracio y los diminutos heminópteros, representan la perpetua dramatización de nuestra leyenda.

Leyenda, telar nativo donde el tiempo viejo hilandero y sabio tejedor, describe entre lagartos, intis y antahuaras, la sobriedad de nuestro ancestro y la más auténtica tradición vernácula de nuestra patria.

Ahí está el río Tagarete, muda reminiscencia del lánguido murmullo de sus aguas. A su ribera se agolpaba la gente en contagiosa algarabía, para embarcarse en gozoso abandono en los frágiles barquichuelos.

Desde el puente, viajaban libélulas de luz y de esperanza hacia otros cielos, hacia otros mundos, con ríos majestuosos, con barcos imponentes. Y los Urus vivíamos para soñar y soñábamos para vivir y, progresábamos�

Hoy, secano el río ni el légano le queda, y donde surcaban sus aguas florece la tristeza como florece la nostalgia en la cuenca de los ojos.

Un hondo pesar conmueve mi ser, cuando la fuerza incontenible del pasado, dibuja ante mis ojos la esperanza dorada de los sauces que adornaban el polvoriento camino con sus melancólicos penachos, inclinándose confidentes ante el cansado caminante de la meseta brindándole solaz y sombra al excursionista. Pero ante todo, formando parte de la poesía del paisaje.

Del oasis, del romántico oasis de Los Arenales sólo queda la sensación del espejismo, hogaño al comprobar la irreductible bonanza de un sauce, de un solo sauce peleándole al tiempo su perdurable afán de primavera. Al contemplarlo, discurre mi alma acongojada:

Su viejo sayal de oro

estirado por el viento,

a la vera del camino

dibujaba un sauce Eolo.

Maduro surco pensante

de niebla en niebla

esculpido,

se triza mi frente pálida

entre cenizas de muerte.

Ya el sol se pierde en lontananza y se desata la jauría del viento, que entre remolinos de oro, muerde y empuja de uno a otro lugar los montículos de arena, que semejan beduinos que van cambiando sus tiendas en la letanía del desierto.

El viento, viejo escultor de montañas, dibuja conos dorados con su "cernidos de trinos", y como pañuelos en vuelo, me despiden los últimos celajes de la tarde.

Para tus amigos: