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EL PARQUE CASTRO DE PADILLA
Algún pintor, bohemio y taumaturgo pintó el parque Castro de Padilla una mañana limpia de abril, volcando su emoción en el árido lienzo de la puna. Y ahà está, conjunción de brazo y genio, definitivamente triángulo de amor, trabajo y poesÃa.
En la tierra orureña, no hay rincón comparable a este jirón romántico y florido. Entre coposos pinos y setos uniformes exhalan su armonÃa el pensamiento y todas las flores que las pacientes manos del jardinero cultiva en la entraña pródiga de la tierra.
La naturaleza rÃe y canta su canto de esmeralda con virgiliano acento, durante las cuatro estaciones del año. Y en sus bancos cavila el anciano, parlotean las mujeres, susurran los enamorados, y la mirada elástica de un niño se aleja detrás de una mariposa.
Los domingos se viste de gala con el traje dominguero de los viandantes y con la alegrÃa cristalina de los niños, porque todo le pertenece dentro la cuadratura prismática y lozana de la superficie. Asà como le pertenece la suerte de un idilio, las monedas de oro que le arroja el sol fecundo, le pertenece la melodÃa desbordante de las campanas que anuncian salmos de paz llamando a liturgia.
Los domingos se viste de gala con el traje dominguero de los viandantes y con la alegrÃa cristalina de los niños, porque todo le pertenece dentro la cuadratura prismática y lozana de la superficie. Asà como le pertenece la suerte de un idilio, las monedas de oro que le arroja el sol fecundo, le pertenece la melodÃa desbordante de las campanas que anuncian salmos de paz llamando a liturgia.
Parque Castro y Padilla tienes nombre de varón ilustre, y su prosapia se remonta a la fundación de esta Real Villa San Felipe de Austria.
LOS ARENALES
Se dice que cualquier tiempo pasado fue mejor, y me hice la misma pregunta, al visitar de años, de muchÃsimos años, la cónica tristeza de Los Arenales.
La legendaria invasión de las hormigas retrotrajo mi memoria en sÃntesis cinematográfica. El gigantesco reptil, el descomunal batracio y los diminutos heminópteros, representan la perpetua dramatización de nuestra leyenda.
Ahà está el rÃo Tagarete, muda reminiscencia del lánguido murmullo de sus aguas. A su ribera se agolpaba la gente en contagiosa algarabÃa, para embarcarse en gozoso abandono en los frágiles barquichuelos.
Un hondo pesar conmueve mi ser, cuando la fuerza incontenible del pasado, dibuja ante mis ojos la esperanza dorada de los sauces que adornaban el polvoriento camino con sus melancólicos penachos, inclinándose confidentes ante el cansado caminante de la meseta brindándole solaz y sombra al excursionista. Pero ante todo, formando parte de la poesÃa del paisaje.
Del oasis, del romántico oasis de Los Arenales sólo queda la sensación del espejismo, hogaño al comprobar la irreductible bonanza de un sauce, de un solo sauce peleándole al tiempo su perdurable afán de primavera. Al contemplarlo, discurre mi alma acongojada:
Su viejo sayal de oro
estirado por el viento,
a la vera del camino
dibujaba un sauce Eolo.
Maduro surco pensante
de niebla en niebla
esculpido,
se triza mi frente pálida
entre cenizas de muerte.
Ya el sol se pierde en lontananza y se desata la jaurÃa del viento, que entre remolinos de oro, muerde y empuja de uno a otro lugar los montÃculos de arena, que semejan beduinos que van cambiando sus tiendas en la letanÃa del desierto.
El viento, viejo escultor de montañas, dibuja conos dorados con su "cernidos de trinos", y como pañuelos en vuelo, me despiden los últimos celajes de la tarde.
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