La excusa que a sà mismo se daba de su indecisión, era de esperar que se pusiese a tiro algún pescado grande que valiera la pena, y mientras quedaba perplejo, pasaban.
Aparecieron varios de muy buen tamaño, pero el gato no los cazó, porque sólo estiró las uñas hasta rozar el agua, y las retiró en seguida, friolento.
Y viene deslizándose suavemente el pescado; ya está a tiro. El gato todavÃa titubea, detiene la manotada; y mientras tanto, pasa el dorado abajo del puentecillo. Se da vuelta el gato para cazarlo por detrás, el pescado se aleja. "¡Ya! ¡Ya!" piensa el gato; y estira las uñas, abre la mano, extiende la pata, se abalanza todo, pierde el equilibrio y se toma un soberbio baño de cuerpo entero, sin poder, por supuesto, ni tocar al dorado.
Al irresoluto, todo le sale porrazo.
EL HURÃ?N Y LA GATA
Hicieron, un dÃa, sociedad el hurón y la gata, para beneficiar una cantidad de ratas que se habÃan apoderado de una casa.
Durante muchos dÃas, vivieron como reyes y en la mayor amistad.
Pero, poco a poco, fueron escaseando las ratas; el hurón se comÃa las pocas que podÃa cazar, y la gata, que habÃa tenido familia, ya no le daba nada al hurón, pues apenas le alcanzaba para sà la ración.
Vino la penuria; hubo reyertas.
Asà sucede a menudo, entre los mismos hombres, que en vez de comer los últimos pedazos de pan, se los tiran a la cabeza.
Echó la gata los gritos al cielo, y se deshizo la sociedad.
Más bien sola, pensó tarde la pobre, y no tan mal acompañada.
EL CARACOL
Un caracol viejo arrastrábase penosamente.
Siempre trae consigo la vejez muchos desperfectos en los seres, y los mismos caracoles no pueden escapar a esa ley de la naturaleza. Estirando los cuernos para buscar su camino, hacÃa con el pescuezo esfuerzos inauditos para llegar, llevando encima su casa, hasta una hoja de parra donde pensaba almorzar.
Más que todo, parecÃa causarle gran dolencia una abolladura, cicatrizada pero ancha y profunda, que tenÃa en la cáscara, y que forzosamente le tenÃa que apretar en parte el cuerpo.
Unos caracolitos que lo estaban mirando, buenos muchachos, pero de poca reflexión, como casi todos los caracolitos, le dijeron al pasar:
-Hijitos -les contestó-, esta abolladura, es cierto afea mucho mi casa y me hace sufrir bastante; pero cambiar serÃa peor, y hasta creo que el desgarro que me causarÃa la mudanza me serÃa fatal.
En casa vieja todas son goteras, pero en casa nueva los viejos poco duran.
-Si no tiene compostura, amigo -le contestó el loro-. Esto no tiene remedio. Los loros somos asÃ; ya que hemos hecho algo, lo destruimos; nuestra raza es una raza ruin y mil cosas parecidas.
-Haces mal, loro, en hablar asà de tu hogar y de los tuyos -le dijo el hornero-; serÃa mejor, por cierto, no ensuciar, ni destruir tu nido; pero todo mal tiene compostura, menos para el que se figura que no la tiene. Ya que no puedes corregir los defectos de tu nido, escóndelos siquiera y no metas tanta bulla para hacerlos conocer de todos.
Nunca debe pensar nadie, ni menos decirlo, que haya mejor casa, mejor familia, mejor patria que la propia.
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