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Domingo 21 de octubre de 2018

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Cultural El Duende

Cuatro fábulas de Godofredo Daireaux

21 oct 2018

(Francia, 1849 - Argentina, 1916)

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EL GATO MONTÃ?S

En las islas del Paraná, acurrucado en una rama de sauce que formaba puente encima del agua, un gato montés, en acecho, espiaba las idas y venidas de los pescados del arroyo. Se venían, jugueteando, a poner al alcance de sus uñas muchos pececitos, entre chicos y medianos; pero hacía frío, y el gato, a pesar de las ganas que les tenía, vacilaba en mojarse.

La excusa que a sí mismo se daba de su indecisión, era de esperar que se pusiese a tiro algún pescado grande que valiera la pena, y mientras quedaba perplejo, pasaban.

Aparecieron varios de muy buen tamaño, pero el gato no los cazó, porque sólo estiró las uñas hasta rozar el agua, y las retiró en seguida, friolento.

De repente, salta a veinte metros de allí un magnífico dorado, y ve el gato que se dirige hacia él, nadando ligero. Esta vez, alarga las uñas y se prepara.

Y viene deslizándose suavemente el pescado; ya está a tiro. El gato todavía titubea, detiene la manotada; y mientras tanto, pasa el dorado abajo del puentecillo. Se da vuelta el gato para cazarlo por detrás, el pescado se aleja. "¡Ya! ¡Ya!" piensa el gato; y estira las uñas, abre la mano, extiende la pata, se abalanza todo, pierde el equilibrio y se toma un soberbio baño de cuerpo entero, sin poder, por supuesto, ni tocar al dorado.

Al irresoluto, todo le sale porrazo.

EL HURÃ?N Y LA GATA

Hicieron, un día, sociedad el hurón y la gata, para beneficiar una cantidad de ratas que se habían apoderado de una casa.

Durante muchos días, vivieron como reyes y en la mayor amistad.

La gata cazaba poco, porque las ratas eran grandes y no las podía agarrar sola; pero ayudaba al hurón; y éste mataba muchas, haciéndole su parte a la compañera, quien, por su lado, y para variarle la comida, le dejaba algo de lo que le daban los amos de la casa.

Pero, poco a poco, fueron escaseando las ratas; el hurón se comía las pocas que podía cazar, y la gata, que había tenido familia, ya no le daba nada al hurón, pues apenas le alcanzaba para sí la ración.

Vino la penuria; hubo reyertas.

Así sucede a menudo, entre los mismos hombres, que en vez de comer los últimos pedazos de pan, se los tiran a la cabeza.

Medio muerto de hambre, el hurón, un día, vio pasar cerca de él uno de los cachorritos de la gata, y se lo comió. La gata cuando volvió, buscó al hijo; pero ni rastro encontró.

Al día siguiente, el hurón, cebado, se cazó otro. La gata, esta vez, lo vio y corrió sobre él; en vano, ya se lo había comido.

Echó la gata los gritos al cielo, y se deshizo la sociedad.

Más bien sola, pensó tarde la pobre, y no tan mal acompañada.

EL CARACOL

Un caracol viejo arrastrábase penosamente.

Siempre trae consigo la vejez muchos desperfectos en los seres, y los mismos caracoles no pueden escapar a esa ley de la naturaleza. Estirando los cuernos para buscar su camino, hacía con el pescuezo esfuerzos inauditos para llegar, llevando encima su casa, hasta una hoja de parra donde pensaba almorzar.

Más que todo, parecía causarle gran dolencia una abolladura, cicatrizada pero ancha y profunda, que tenía en la cáscara, y que forzosamente le tenía que apretar en parte el cuerpo.

Unos caracolitos que lo estaban mirando, buenos muchachos, pero de poca reflexión, como casi todos los caracolitos, le dijeron al pasar:

-Pero, padre caracol, ¿por qué no cambia usted su cáscara por una nueva? Le debe hacer sufrir mucho esa abolladura que tiene.

-Hijitos -les contestó-, esta abolladura, es cierto afea mucho mi casa y me hace sufrir bastante; pero cambiar sería peor, y hasta creo que el desgarro que me causaría la mudanza me sería fatal.

En casa vieja todas son goteras, pero en casa nueva los viejos poco duran.

EL LORO Y EL HORNERO

Un loro, de estos que con tal que hablen, les parece que dicen algo, y que más gritan, más piensan ser entendidos, iba por todas partes, diciendo que su nido estaba deshecho sin compostura, y tan sucio que ya no se podía vivir en él.

El hornero, que tanto trabajo se da para edificar su casa, que siempre la va componiendo, arreglando y limpiando, extrañaba que pudiera uno hablar tan mal de su propio nido; y un día, le preguntó al loro por qué más bien no trataba de componer el suyo.

-Si no tiene compostura, amigo -le contestó el loro-. Esto no tiene remedio. Los loros somos así; ya que hemos hecho algo, lo destruimos; nuestra raza es una raza ruin y mil cosas parecidas.

-Haces mal, loro, en hablar así de tu hogar y de los tuyos -le dijo el hornero-; sería mejor, por cierto, no ensuciar, ni destruir tu nido; pero todo mal tiene compostura, menos para el que se figura que no la tiene. Ya que no puedes corregir los defectos de tu nido, escóndelos siquiera y no metas tanta bulla para hacerlos conocer de todos.

Nunca debe pensar nadie, ni menos decirlo, que haya mejor casa, mejor familia, mejor patria que la propia.

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