Loading...
Invitado


Domingo 23 de septiembre de 2018

Portada Principal
Cultural El Duende

El reloj de oro

23 sep 2018

Joaquim María Machado de Assis (Brasil, 1839-1908)

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Primera de dos partes

Ahora contaré la historia del reloj de oro. Era un gran cronómetro, perfectamente nuevo, que pendía de una elegante cadena. Luis Negreiros tenía toda la razón para quedarse boquiabierto cuando vio el reloj en casa, un reloj que no era suyo, ni podía ser de su mujer. ¿Sería ilusión de sus ojos? No lo era; allí estaba el reloj sobre la mesa de la alcoba, mirándolo, tal vez tan espantado como él del lugar y la situación.

Clarinha no estaba en la alcoba cuando Luis Negreiros entró en ella. Se había quedado en la sala, hojeando una novela, sin corresponder mucho ni poco al beso con que el marido la saludó en el momento de su entrada. Era una linda muchacha esta Clarinha, si bien un tanto pálida, o quizás por ello mismo. Era pequeña y delgada; de lejos, parecía una niña; de cerca, quien le mirase los ojos vería bien que era una mujer como pocas. Estaba blandamente reclinada en el sofá, con el libro abierto y los ojos en el libro, los ojos apenas, porque su pensamiento no sé con certeza si estaba en el libro o en alguna otra parte. En todo caso parecía ajena al marido y al reloj. Luis Negreiros se apoderó del reloj, con una expresión que no me atrevo a describir. Ni el reloj ni la cadena eran suyos; tampoco de alguno de sus conocidos. Se trataba de una charada. Luis Negreiros gustaba de las charadas y tenía fama de descifrarlas hábilmente; pero gustaba de charadas en las revistas y en los periódicos. Charadas palpables o cronométricas y sobre todo sin clave final, no eran del aprecio de Luis Negreiros. Por este motivo, y otros que son obvios, comprenderá el lector que el esposo de Clarinha se dejara caer en una silla, se mesara con rabia los cabellos, golpeara el suelo con el pie y arrojara sobre la mesa el reloj y la cadena. Terminada esta primera manifestación de furor, Luis Negreiros tomó de nuevo los fatales objetos, y de nuevo los examinó. Quedó en las mismas. Cruzó los brazos durante algún tiempo y reflexionó sobre el caso, interrogó todos sus recuerdos y concluyó al fin que, sin una explicación de Clarinha, cualquier actitud sería errada y precipitada. Fue a hablar con ella. Clarinha acababa en ese momento de leer una página, y pasaba la hoja con el aire indiferente y tranquilo de quien no se ocupa de descifrar charadas de cronómetro. Luis Negreiros la encaró y sus ojos parecían dos relucientes puñales.

-¿Qué tienes? -preguntó la muchacha con esa voz dulce y suave que todo el mundo admiraba en ella. Luis Negreiros no respondió a la pregunta de su mujer; la miró durante un rato; después dio dos vueltas por la sala, pasándose la mano por los cabellos. Así que la joven le preguntó de nuevo:

-¿Qué tienes?

Luis Negreiros se paró frente a ella.

-¿Qué es esto? -dijo sacando del bolso el fatal reloj y poniéndoselo delante de los ojos-. ¿Qué es esto? -repitió con voz de trueno.

Clarinha se mordió los labios y no respondió. Luis Negreiros permaneció algún tiempo con el reloj en la mano y los ojos en la mujer, la cual tenía los suyos en el libro. El silencio era profundo. Luis Negreiros fue el primero en romperlo, tirando estrepitosamente el reloj contra el suelo, y diciendo enseguida a su esposa:

-¿Vamos, de quién es este reloj?

Clarinha levantó lentamente los ojos hacia él, los bajó después y murmuró:

-No sé.

Luis Negreiros hizo un gesto de agresión; se contuvo. La mujer se levantó, tomó el reloj y lo puso sobre una mesa pequeña. No pudo controlarse Luis Negreiros. Avanzó hacia ella y, asegurándole con fuerza las muñecas, le dijo:

-¿No me responderás, demonio? ¿No me explicarás este enigma?

Clarinha hizo un gesto de dolor, y Luis Negreiros de inmediato le soltó las muñecas ya enrojecidas. En otras circunstancias es probable que Luis Negreiros hubiese caído a sus pies, pidiéndole perdón por haberla maltratado. En aquel momento ni le pasó por la mente; dejándola en medio de la sala se puso a caminar de nuevo, siempre agitado, deteniéndose de vez en cuando, como si meditara algún suceso trágico. Clarinha abandonó la sala.

Poco después un esclavo vino a decir que la mesa estaba servida.

-¿Dónde está la señora?

-No lo sé, señor.

Luis Negreiros fue a buscarla; la encontró en la salita de costura, sentada en una silla baja, sollozando con la cabeza entre las manos. Al escuchar el ruido de la puerta que se cerraba Clarinha levantó la cabeza, y Luis Negreiros pudo ver su rostro húmedo de lágrimas. Esta situación resultó peor que la de la sala. Luis Negreiros no podía ver llorar a ninguna mujer, en especial a la suya. Iba a enjugarle las lágrimas con un beso, mas reprimió el gesto y avanzó frío hacia ella; aproximando una silla se sentó frente a Clarinha.

-Estoy tranquilo, como ves -dijo-. Respóndeme lo que te pregunté con la franqueza que siempre tuviste conmigo. No te acuso ni sospecho nada de ti. Simplemente quisiera saber cómo fue a parar allí aquel reloj. ¿Acaso tu padre lo olvidó aquí?

-No.

-Pero entoncesÂ?

-¡Oh! ¡No me preguntes nada! -exclamó Clarinha-; no sé por qué está aquí ese reloj� no sé de quién es� déjame.

-¡Es demasiado! -bramó Luis Negreiros, levantándose y tirando al suelo la silla.

Clarinha se estremeció, y permaneció quieta en su sitio. La situación se tornaba cada vez más grave; Luis Negreiros paseaba más agitado a cada momento, girando los ojos en las órbitas, dando la impresión de que en cualquier instante se arrojaría sobre la infeliz esposa. Esta, con los codos en el regazo y la cabeza entre las manos, tenía los ojos clavados en la pared. Transcurrió cerca de un cuarto de hora. Luis Negreiros se disponía a interrogar de nuevo a su esposa, cuando oyó la voz de su suegro, que subía la escalera gritando:

-¡Eh! ¡Luis! ¡Viejo mandarín!

-¡Aquí viene tu padre! -dijo Luis-; me las pagarás luego.

Salió de la sala de costura y fue a recibir a su suegro, que ya estaba en la mitad de la sala, haciendo girar el paraguas con grave riesgo de los jarrones y el candelabro.

-¿Estaban durmiendo?

-No señor, estábamos conversando�

-¿Conversando? -repitió Meireles.

Y agregó para sí mismo:

-Discutiendo, seguramenteÂ?

-Precisamente ahora vamos a comer -dijo Luis Negreiros-. ¿Nos acompaña?

-No vine acá para cosa distinta -replicó Meireles-; ceno aquí hoy y mañana también. No me convidaste, pero es igual.

-¿No lo convidé?

-Sí. ¿No cumples años mañana?

-¡Ah!, es verdad�

No había razón aparente para que, luego de decir estas palabras con un tono lúgubre, Luis Negreiros las repitiese, pero ahora con un tono descomunalmente alegre:

-¡Ah!, ¡es verdad!

Meireles, que ya se dirigía a colgar el sombrero en un perchero del corredor, volviose espantado hacia el yerno en cuyo rostro leyó la más franca, súbita e inexplicable alegría.

-¡Está loco! -murmuró Meireles.

-Vamos a comer -gritó el yerno, metiéndose por el interior de la casa, mientras que Meireles, siguiendo por el pasillo, iba a dar al comedor.

Luis Negreiros fue en busca de su mujer a la sala de costura y la encontró de pie, arreglándose los cabellos frente a un espejo.

-Gracias -dijo.

La joven lo miró asombrada.

-Gracias -repitió Luis Negreiros-; gracias y perdóname.

Y diciendo esto, trató de abrazarla; pero la joven, con un gesto digno, rechazó el intento del marido y se dirigió al comedor.

-Tiene razón -murmuró Luis Negreiros.

Continuará

Para tus amigos: