Clarinha se mordió los labios y no respondió. Luis Negreiros permaneció algún tiempo con el reloj en la mano y los ojos en la mujer, la cual tenÃa los suyos en el libro. El silencio era profundo. Luis Negreiros fue el primero en romperlo, tirando estrepitosamente el reloj contra el suelo, y diciendo enseguida a su esposa:
Luis Negreiros hizo un gesto de agresión; se contuvo. La mujer se levantó, tomó el reloj y lo puso sobre una mesa pequeña. No pudo controlarse Luis Negreiros. Avanzó hacia ella y, asegurándole con fuerza las muñecas, le dijo:
-¿No me responderás, demonio? ¿No me explicarás este enigma?
Luis Negreiros fue a buscarla; la encontró en la salita de costura, sentada en una silla baja, sollozando con la cabeza entre las manos. Al escuchar el ruido de la puerta que se cerraba Clarinha levantó la cabeza, y Luis Negreiros pudo ver su rostro húmedo de lágrimas. Esta situación resultó peor que la de la sala. Luis Negreiros no podÃa ver llorar a ninguna mujer, en especial a la suya. Iba a enjugarle las lágrimas con un beso, mas reprimió el gesto y avanzó frÃo hacia ella; aproximando una silla se sentó frente a Clarinha.
-¡Es demasiado! -bramó Luis Negreiros, levantándose y tirando al suelo la silla.
Clarinha se estremeció, y permaneció quieta en su sitio. La situación se tornaba cada vez más grave; Luis Negreiros paseaba más agitado a cada momento, girando los ojos en las órbitas, dando la impresión de que en cualquier instante se arrojarÃa sobre la infeliz esposa. Esta, con los codos en el regazo y la cabeza entre las manos, tenÃa los ojos clavados en la pared. Transcurrió cerca de un cuarto de hora. Luis Negreiros se disponÃa a interrogar de nuevo a su esposa, cuando oyó la voz de su suegro, que subÃa la escalera gritando:
-¡Eh! ¡Luis! ¡Viejo mandarÃn!
-¡Aquà viene tu padre! -dijo Luis-; me las pagarás luego.
Salió de la sala de costura y fue a recibir a su suegro, que ya estaba en la mitad de la sala, haciendo girar el paraguas con grave riesgo de los jarrones y el candelabro.
-¿Estaban durmiendo?
-No señor, estábamos conversando�
-¿Conversando? -repitió Meireles.
Y agregó para sà mismo:
-Discutiendo, seguramenteÂ?
-Precisamente ahora vamos a comer -dijo Luis Negreiros-. ¿Nos acompaña?
No habÃa razón aparente para que, luego de decir estas palabras con un tono lúgubre, Luis Negreiros las repitiese, pero ahora con un tono descomunalmente alegre:
-¡Ah!, ¡es verdad!
Meireles, que ya se dirigÃa a colgar el sombrero en un perchero del corredor, volviose espantado hacia el yerno en cuyo rostro leyó la más franca, súbita e inexplicable alegrÃa.
Luis Negreiros fue en busca de su mujer a la sala de costura y la encontró de pie, arreglándose los cabellos frente a un espejo.
-Gracias -dijo.
La joven lo miró asombrada.
-Gracias -repitió Luis Negreiros-; gracias y perdóname.
Y diciendo esto, trató de abrazarla; pero la joven, con un gesto digno, rechazó el intento del marido y se dirigió al comedor.
-Tiene razón -murmuró Luis Negreiros.
Continuará
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