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Domingo 03 de junio de 2018

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Cultural El Duende

Cadáveres y Cía.

03 jun 2018

Víctor Hugo Viscarra

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He pensado que para mí el trabajar como yo lo hago, no es traumático ni complejo. Si bien es cierto que a nadie le gusta este oficio, yo me considero algo así como un carnicero, porque, la final, es precisamente la carne lo que pasa entre mis manos.

Mi horario de labor es de doce horas continuas, y no puedo descansar un fin de semana o un día feriado -aunque puedo hacerlo-, porque por ahí sucede algo importante, y por descansar, yo me puedo perder algunos pesitos.

Pero, parece que no les he contado que soy uno de los dos morgueros que atendemos este sector del hospital, los que nos encargamos tanto de camuflar los errores de los médicos, como de charquear a cuanto muertito produce nuestra ínclita ciudad, y que necesariamente tiene que venir a terminar de enfriarse sobre una de nuestras mesas de cemento.

La mía no es una labor muy cómoda que digamos, pero tiene algunas satisfacciones que de cuando en cuando le dan un dulce sabor al trabajo, y que si bien no es mucho lo que se gana, algo es algo.

Por ejemplo, ayer (creo que al medio día, trajeron los restos de una cholita de unos veintitantos años de edad, a la que habían sacado del fondo de un barranco, lugar al que habría ido a parar presumiblemente por problemas sentimentales. Si bien no la encontraron en posición de cubito dorsal, estaba hecha mierda, porque durante la caída su cuerpo habría chocado repetidas veces contra las salientes del barranco, que al llegar al fondo, de la cholita no quedaba casi nada.

Toda ella era una miseria; pero, antes de que llegara el forense de turno para realizar un examen parcial de lo que quedaba del cadáver, con un alicate le saqué el engaste de oro de su dentadura, y -ojo clínico- calculé que de allí se podía obtener tranquilamente unos 150 dólares.

Con el tiempo uno llega a encariñarse con los muertitos, porque -aparte de sus familiares y conocidos- nadie más se acuerda de ellos; y muchas veces he sentido tristeza cuando nadie viene a reclamar por uno de ellos. Se siente como si el corazón se nos rompiese en pedacitos, pues ellos están abandonados y no tienen siquiera un perrito que les aúlle a manera de despedirlos cuando sus almas ya han abandonado para siempre este mundo.

Y es que todos, de alguna manera, somos egoístas y desnaturalizados. Mientras nada nos falle estamos felices y contentos; mas si vemos a un muerto que "a gritos" nos suplica que lo enterremos, nos importa una vaina que se pudra o no, porque, ¿quién le manda a que se muera?

Aun así, esta especie de miedo que tiene la gente para palpar a un difunto, ha permitido hacerme de unas lucas que el finado no logró gastar en vida; y como tampoco lo hará en la otra, inevitablemente tienen que venir a parar a mis bolsillos. Es más, con el debido cuidado que implican los deudos, hay veces en que uno se encuentra joyas, anillos, relojes, ropas finas, tarjetas de crédito (¿pa´ qué servirán estas tarjetas, no?), aretes y otras cositas más, que harían reír hasta a los cascarrabias más impenitentes por lo inverosímil y ridículo, como el caso de aquel viejito de noventa y tantos años que guardaba en uno de sus bolsillos una revista pornográfica brasileña a colores y un par de preservativos, pero que en su entrepierna, allí donde mora el instrumento reproductor, el moho y las telarañas demostraban que desde el siglo pasado, dicho instrumento había pasado a la reserva inactiva, vale decir que el propietario era ex combatiente de la guerra del catre.

Como les había estado contando al principio de esta pérdida verbal de tiempo, yo trabajo doce horas continuas y mi hermanito menor es el que cubre las restantes doce horas, por lo que se puede asegurar que este negocio lo manejamos en familia. No es que trabajemos por necesidad, por lo que me atrevería a decir que lo nuestro es hereditario o vocacional.

Mi abuelo fue traficante de ganado en el altiplano. Mi padre era carnicero del mercado lanza, y un día, en el matadero, la conoció a mi mamá mientras ella lavaba los intestinos de una vaca a la que habían hecho feliz rato antes; y que tras mirarse entre ambos y darse cuenta de que estaban hechos el uno encima de la otra, se dieron la mano, y ese saludo -gracias a la vaca- quedó sellado con sangre.

(Mi hermanita mayor vende menudencias en el mercado Rodríguez, y mi hermana menor reparte fiambres y embutidos en friales y almacenes).

Una de las cosas que no entiendo -perdón por la confianza- es que no puedo estar tranquilo si por lo menos dos veces al día no me pierdo entremedio de las polleras de una chola cualquiera. Actualmente yo vivo con tres de ellas; a pesar de que a cada una le doy su cuota diaria de cariños (cama de por medio), en cuanto miro un par de caderas que hacen bailar una pollera al compás de su meneo, el diablo se me encorajina dentro de mis pantalones y pierdo la calma. No estoy tranquilo mientras mis manos no recorran aquellas carnes sedientas de lujuria y pecado, y mis jadeos no se pierdan en los labios de la chola elegida, al tiempo que los resortes de mi camastro rechinan como lamentos de talabartero.

Es cierto que el alcohol despierta los recuerdos, y los secretos pierden su ingenuidad en cuanto ese alcohol embriaga nuestras palabras, y creo que es por eso que ahora me siento borracho y que no sé qué es lo que les estoy contando; y les juro por la Virgencita de las Siete Cruces, que esta es la primera vez que me estoy tomando unas copitas, y esta especie de falta de costumbre me ha volteado con tres vasos de t´irillo recalentado. Pero, como me han contado que los borrachos al día siguiente no se acuerdan de lo que hablaron o escucharon, estoy tranquilo, porque de lo que les he dicho, mañana, ni por San Judas Iscariote se van a acordar una palabra.

Así como les iba contando, ese asunto de las polleras me tiene tan loco, que a veces pienso que cuando estoy encima de mi cama, todo el relajo lo realizo maquinalmente, y que más que a un semental me asemejo a un robot, ya que todas esas cosas las realizo casi automáticamente, o como si estuviera supeditado a un libreto: hablarle a ella, convencerla, llevarla hasta mi cuarto, trancar la puerta, desvestirla, desvestirme, acostarnos, funcionar. Acabada la función, vestirnos, dale unos pesos, acompañarla hasta la esquina, chau; mirar otras polleras�

Para ser la primera vez que me estoy tomando unos tragos, se puede decir que estoy borrachito y decepcionado; y si a ratos lloro un poco, no me hagan caso, porque, ¿qué son dos lágrimas sobre las mejillas de una persona que desde hace miles de siglos solamente ha visto cadáveres y polleras?

He perdido la cuenta de las mujeres que he tenido, como también de las que me han abandonado en cuanto descubrieron en qué consistía mi trabajo. ¿Hijos? Cuando me contaron que mi cosa no solo servía para hacer pis, la población de nuestro país estaba por los cuatro millones de habitantes, ahora, gracias a mí, está llegando a los siete millones.

Para mí, los cadáveres son una especie de herramienta de trabajo, porque si, algún día -Dios no lo quiera ni el Diablo lo permita-, me llegaran a faltar, puedo quedar relocalizado. Es más, por las noches, cuando mi turno se extiende hasta el día siguiente, yo me doy el lujo de dormir tranquilo, porque si sé evitar las maldades que a mis espaldas me pueden hacer los que están vivos, ¿qué puedo temer de los muertos que los tengo echados sobre las mesas de cemento del anfiteatro, y que solo hieden por efecto del formol momificante que les he encachuflado en determinadas partes de sus cuerpos?

¡He visto tantos de ellos, de ambos sexos, que ni siquiera el cuerpo más bello que viene a parar a mis manos, por decir el de una cholita de quince años (futura Miss Camposanto), me despierta el deseo o las ganas de resucitarla a través de mis calditos de cardán humano!

Nuevamente les pido que me perdonen por este llanto. A mi edad, cuando los 40 años que tengo me encorvan los pensamientos, y yo tontamente creía ser el más ducho entre los vivos, me he enamorado como un animal de dos patas, como si fueran un eunuco recién castrado, como luciérnaga enamorada de una linterna a pilas� y ella no me ha hecho caso. Es más, se ha burlado de mi cariño, y que si hasta ahora no me había mandado a la mierda, es porque ella era una cholita bien educada.

Se llama Virginia, y tiene 16 años hermosamente distribuidos por todo su cuerpo. Por lo que me enteré a través de la gente, ella nunca había conocido hombre, y que su boca solamente había besado ese crucifijo que se quiebra en el par de secretos que palpitan al compás de su corazón.

Y me enamoré aquel maldito día en que estando yo paseando por el mercado, el vaivén de su pollera llenó de luz mis ojos; y, por primera vez -cosa rara-, el sexo perdió su entusiasmo, y mi devaluado corazón latió más fuerte en honor a ella. Yo, precisamente el morguero más antiguo del hospital, quise ser el más servil de sus esclavos con tal de que Virginia sea mi diosa, mi ama y mi patrona.

(Alguien la había llamado con ese nombre, no recuerdo dónde ni cuándo, y al ver que ella atendía prestamente dicho llamado, me di cuenta que mi hechicera llevaba nombre tan lindo)

Tal parece que este mi relato les ha hecho dar sueño porque están cabeceando como si no se animaran a dormirse o sí, y esto es bueno, porque como están igual que una lombriz arrastrándose en medio de un pomo de clefa, les voy a seguir contando mi desgracia (al fin el que está pagando los tragos soy yo), porque esta mañana, por primera vez en mi vida, me falté al trabajo, y me vine a esta cantina para buscar en el alcohol el alivio que tanto estoy necesitando, y que desespero al no haberlo podido encontrar en ningún otro lugar.

¿Ya les conté cómo ella, al enterarse de mi subdesarrollado cariño se burló de mí, y claramente me dijo en mi cara que primero muerta antes que dar su amistad a un achachi-anciano como yo? Que primero el Purgatorio al Infierno lleno de formol donde yo era algo así como un profanador de cadáveres, y fue tal la gracia que le provocaron mis sentimientos, que una tarde, cuando yo pretendí probar sus labios, el sopapo que recibí me pareció un regalo divino, un premio especial de los dioses, para los que amando por una vez en su vida, aman con el alma, y solamente recibimos casi nada, o en vez de nada, obtenemos asco y desprecio, cuando no un sopapo.

Como de costumbre, yo volví a mis muertitos y muertitas, pero mi corazón quedó perdido en el laberinto de los desaires de mi odiosamente amada Virginia. Por sentirme cerca de su lejanía, alquilé un cuarto en la casona donde ella vivía, y varias mañanas encontré mi puerta impregnada de orines, basuras y otras mierdas. Nunca me quejé de estas cosas, mientras que ella, en cuanto me veía, escupía mi camino, y antes que un saludo afectuoso, mil maldiciones salían de esa su boquita; y por si acaso, forzaba a salir un vientecillo sonoro de entremedio de sus sinuosas posaderas y -odio de por medio-, me gritaba: "!Esta es mi respuesta a tus macanas!"

Sé muy bien que cualquiera puede dormirse al escuchar esta charla tan ordinaria y de segunda categoría, y si los ojos de ustedes ya no dan más, debe ser por efecto de lo que hemos estado tomando. Aun así, me escuchen o no, les cuento que desde que conocí a la Virginia, mi Felipito-chiquito-trabajador-hartito me dejó tranquilo. En cuanto yo miraba una pollera, este mi amiguito se alborotaba, pero, bastaba que mis pensamientos volasen en pos de los desprecios de la que ya sabemos, para que yo quede como perro pateado, como gato cimarrón, y el mundo se me transforme en un vía crucis, donde mi amor eran tan solo una comedia mal interpretada, siendo Virginia lo mejorcito que Dios había hecho el día 6,66 de su creación.

Ya les he contado que las carnes que compone el ser humano, sea hombre o mujer, no tiene secretos para este par de manitos que, al no encontrar senderos desconocidos mientras la recorrían buscando autopsias anónimas, bisturí de por medio se metían en las carnes, y solo salían de allí manchadas de sangre coagulada y de pecados. También les he contado que a mis cuarenta mil años me había enamorado como loq´alla recién destetado de ubre prestada, pero (ahora sí están más borrachos que este absurdo sentimiento hecho lamento) les cuento que anoche a mi amor vuelto dolor, llamado Virginia, la he tenido entre mis manos.

La trajeron porque el guion que dirigía su vida lo había roto antes de deshojar la segunda página, y, cuando vi su cuerpo sin vida y bellamente hermoso en sus 16 años, comprendí que mi orgullo no iba a permitir que la desnutrida muerte me fuese a quitar aquello que mis noches de insomnio habían labrado con tanto dolor y desengaño.

Esperé la madrugada. Después, cuando los lamentos de los enfermos se perdieron entre somníferos y estrellas, y, sin que nadie se dé cuenta, cargué su cuerpo hacia mi cuarto, la deposité en mi camastro, apagué las luces, y levantado sus púberes polleras, le robé en muerta su virginal pureza, porque habiendo estado viva, yo, el morguero más antiguo del hospital, solo le llegué a causar asco y menosprecio.

Yo sé que eso está mal hecho. Es más, si bien esta tarde sus familiares la enterraron a mi cruel Virginia, yo, estimados señores (ya están todos mulas de borrachos), quería decirles que la bala impaciente que espera destrozar mis ideas y decepciones, dentro de este revólver que se abriga en una de mis axilas, lleva el nombre de ella. Es por eso -primera vez que abandoné mi trabajo-, que si a alguno le interesa dentro de unos instantes, ese mi trabajo estará vacante, y yo me convertiré en uno más de los que colaboran con su cuerpo, a los estudiantes de medicina en sus tareas prácticas�

Víctor Hugo Viscarra. La Paz, 1958 - 2006. Escritor y narrador

De: "Cuentos de Víctor Hugo"

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