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Domingo 20 de mayo de 2018

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Cultural El Duende

Plumadas

20 may 2018

Claudio Peñaranda

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Yo no sé si lo he leído, o no sé si ha brotado como amarga flor de espuma en un mar de congoja, de mi inmenso dolor de esta hora... Yo no sé si será necia la literatura o grito de corazón que se desgarra... Yo no sé nada...

¿Nada? Cómo no. Sé que es un cuento, un cuento triste y breve, de esos que no dicen gran cosa o dicen mucho. Y el cuento es así:

Era un hombre bueno. Por lo menos él creía que lo era. Tenía para probarlo la credencial de su alma dulce, donde todo infortunio encontraba eco, donde toda desgracia tenía un rinconcito de amparo para consolarse, donde hasta las odiosas visiones de la mala gente sonreían...

Cada vez que desaparecía un artista, un ser generoso y alto, un ser noble y útil, un patriota, un bienhechor, un luchador sincero, un púgil del talento, el pobre hombre lloraba... Se enternecía de veras. Era como si cada peregrino tumbado en el sendero fuera su hermano...

Hasta que un día pasó por su casa un viejo de faz tostada por todos los soles, de mirada profunda como un pozo, de cabeza nevada por innúmeros inviernos, sabio en dolor y desconfiado del contento. Y el viejo le dijo:

-Mal destino tienes. Tanto has llorado por todos, que ya no podrás arrancar a tus ojos una lágrima cuando muera tu madre...

Lo triste es que esa simbólica conseja tiene hoy una realidad.

Yo que he derrochado mis flores de ternura, yo que he hecho de mi alma una lira fácil a vibrar al son de los duelos ajenos, yo que he extraído de las honduras del espíritu manantiales de efusiones y cariños, yo que he puesto en la punta de la pluma, tantas veces, la negrura palpitante de una pena por las pesadumbres extrañas, no sé qué decir ahora al haber caído a la tumba el hombre a quien más he querido y respetado en la vida.

Porque ese ser de excepción, ese arquetipo de hidalguía, ese buen caballero de mejores tiempos, retrasado con luengos años en el correr de los días para existir en esta época de positivismos y vulgaridades, merecía todos los homenajes y todos los afectos.

Era generoso como Nuestro Señor Don Quijote, tenía el espíritu templado en fuego de nativas valentías como Bayardo, era compasivo y sensitivo como el dulce Santo de Asís.

Era como un león que se enternecía ante el llanto de un niño. Tenía alma de acero y corazón de oro.

Yo, que he visto encresparse de coraje la blancura heroica de sus bigotes de soldado, he visto también cómo temblaban de emoción al recibir la lágrima amiga que surcaba la mejilla marfileña.

Los que le odiaban, los que le temían, los que le miraban como a un ogro iracundo y feroz, no sabían qué tesoros de nobleza, de bondad exquisita, guardaba el corazón bravío del nieto ilustre de aquel Pancho López que salvó la vida al Mariscal de Ayacucho.

Nítida, clara, inolvidable, se destaca en mi memoria, por encima del dolor que desvía en nerviosos balbuceos mi serena costumbre de escribir, la figura insigne de don Julio Lafaye. Fue en las horas terminales de la revolución, al poco tiempo de que el viejo luchador perdió en las barricadas de Cochabamba a su hijo mayor, aguerrido y joven como un capitán aristócrata de la Vendée.

Fue en esos días de luctuosas revanchas, de explosiones bárbaras del sentimiento colectivo. En la mañana del glorioso día de Mayo, por una equivocación lamentable o una insinuación criminal, un militar débil e indefenso fue arrastrado por nuestras calles en manos de una plebe enfurecida...

Desde el montón de muchachos que seguía y alentaba la salvaje hazaña, yo le odié más que el populacho porque había pisado el escudo de la patria y, sin embargo, tenía el cinismo de apellidar como yo.

¡Por mí que lo lincharan!

Mayormente, tanto más si la tropa de su mando se alebronó ante las primeras pedradas y no había quien lo defendiera. .. De tumbo en tumbo, el comandante infeliz, en cuyo rostro ensangrentado se veía el pavor más grande, fue llevado exánime a la botica fronteriza a la catedral. En la esquina se apiñó la enardecida muchedumbre, jadeante, hambrienta de matar... y se levantó un hombre alto, muy pálido, de apostura gallarda, de bigote cano, que cerrando el imperativo rotundo del entrecejo, con voz enronquecida por la indignación, insultó al populacho, le llamó cobarde, le habló de que nadie puede hacerse justicia con las propias manos; evocó la cultura de la ciudad histórica, interrumpió con gesto de amo los gritos destemplados....

No había un soldado a su vera.

-¡Le van a matar! -decía mi inquietud trémula de niño.

Sólo que el populacho, aturdido, sugestionado, dominado, arrepentido, a la orden enérgica de la misma voz varonil, se dispersó y se alejó en silencio�

Entonces comprendí lo que era un gran carácter y sentí hasta lo más profundo de las entrañas el escalofrío de la admiración y del respeto. Y ese viejo blanco y apuesto, cuya figura erecta se delineaba siempre en mis recuerdos con un halo de leyenda, fue después mi amigo un amigo paternal y magnánimo, maestro en el consejo viril, modelo de lealtad en los vericuetos de la política banderiza, símil de honradez en la actividad funcionaria, espécimen de moralidad familiar, singular complexo de energía y dulcedumbre, resumen el más bello y el más fuerte de las diversas potencialidades de la raza.

�l me dio el espaldarazo en esta caballería andante del periodismo político. �l me sacó de las subjetividades inútiles de mis versos románticos a la ruda pelea por la doctrina y por la patria. �l hizo de mis debilidades mórbidas de sentimental poeta adolescente, fuerzas de luchador y esperanzas de convencido. �l me dijo una vez:

"Hijo mío, hay que ir por el camino recto para triunfar o estrellarse".

Por eso le había levantado en mi mundo interior un culto de veneración y cariño. Por eso he sabido defenderle a capa y espada contra las ruines invectivas de sus enemigos, demostrando que Lafaye es símbolo de honradez, de energía, de caballerosidad sin tacha y de conciencia sin mácula.

Por eso, como retribución única a la perenne deuda agradecida, sólo tendré la ventura de enseñar su nombre, primero que el mío, al florido retoño de mi sangre y de mi alma que va abriendo los claros ojos a la vida.

*

¡Duerme en paz, viejo mío, amigo, maestro, padre! Duerme la calma de tu último sueño sereno. Descansa en la tierra dura tu ardida cabeza de combatiente, volcánica de ideales, exornada por la santa nieve de los años de dolor y de trabajo:

Duerme sin remordimiento, sin inquietud, sin zozobra, tú, el último vástago de los pretéritos hijodalgos con alma de acero y corazón de oro.

*

Una vez cuando cayó a la fosa un amado compañero de tu infancia, me dijiste, ahogado por la congoja, conteniendo apenas, con un gesto brusco de tus horas coléricas, el llanto que irrumpía a los ojos enrojecidos:

-¡Váyase, váyase! Hoy es imposible... hoy no podemos escribir...

Y lloraste largamente, tú, el "hombre cruel el sombrío tirano, el neurótico perseguidor del pueblo"

Y he aquí que yo, abrumado por el pesar de tu muerte, sin poder concebir que tu ancianidad augusta y luminosa se haya hundido en la nada, no puedo escribir.

Y, dolor de los dolores, tampoco puedo llorarte...

* Claudio Peñaranda. Sucre, 1883-1921. Escritor, profesor y poeta modernista por antonomasia.

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