Loading...
Invitado


Domingo 22 de abril de 2018

Portada Principal
Cultural El Duende

El hombre del segundo anillo

22 abr 2018

El escritor, novelista, cineasta y abogado Vicente González-Aramayo Zuleta evoca al "hombre del segundo anillo" inspirado en un acontecimiento sucedido durante el imperio de los Incas y difundido por vía oral en algunas regiones de Perú y Ecuador

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

En la segunda década del siglo XVI, el imperio de los Incas florecía esplendorosamente. Mucho se debió a las conquistas de territorios ocupados por otros pueblos, lo cual hizo que su poderío se extendiera desde el Nudo de Pasto hasta el río Maule, es decir a lo largo de la parte occidental de Sudamérica.

Wayna Kapac gozaba aún de los regostos que brinda un país próspero por la economía saneada, la distribución equitativa de tierras, bienes y paz, beneficios que no durarían mucho�

El amado padre de los incas tuvo muchos hijos en diferentes mujeres, pero la historia señala a cuatro preferidos: Atawallpa, a quien le entregó el reino de Quito; Waskar gobernaría el Cusco, cuando se preveía que sería el heredero mayor al ser hijo de la Arawak Okllo. Según Horacio Urteaga(1), Ninan Cuyochi era su tercer hijo preferido y Tito Atawchi el cuarto.

Por entonces, tras el descubrimiento de América, los europeos, particularmente españoles y portugueses, comenzaron a diseñar planes para lanzarse al Nuevo Mundo y crear un emporio de riquezas, que suponían existía. Los hombres más interesados debido a su desmedida ambición, fueron Francisco Pizarro y Diego de Almagro, dos analfabetos(2) a quienes se sumó el sacerdote Hernando de Luque. Ellos formarían una sociedad expedicionaria hacia el sur. Algunos audaces ya se habían lanzado en aventuras tentativas desde Panamá donde funcionaba una gobernación. Lamentablemente, a su paso dejaban un reguero de peste desconocida que diezmó a la gente de los pueblos: la viruela. Este sórdido mal atacó al mismísimo Wayna Kapac.

Era una noche del año l525, el emperador ardía en fiebre, cubierto el cuerpo y rostro de pústulas, cuando pidió a las autoridades que le asistían, llamar a su hijo Ninan Cuyochi para declararlo heredero del imperio, curiosamente, en un punto de giro en su voluntad. No obstante, antes de alcanzar la posesión, el príncipe murió contagiado por la peste.(3) Al no existir un sucesor hereditario definido, Wáskar y Atawallpa se vieron envueltos en una guerra fratricida. El encuentro de dos ambiciosos por el poder del imperio derivó en una verdadera carnicería. Con decir que de los pellejos de los vencidos se hicieron tambores, se dice todo. Tras una campaña terriblemente sangrienta, Atahuallpa venció a su hermano Wáskar a quien confinó a una sórdida prisión y poco después lo mandó a asesinar(4).

En Toledo, bella ciudad bañada por el Tajo y residencia del rey español Carlos V, se estableció y firmó la Capitulación, solemne acto por el cual el monarca autorizó y concedió ayuda al proyecto de expedición de Pizarro y Almagro. Con este aval, reunieron gente de toda clase venidos tanto de los suburbios de Toledo y Trujillo como de los cotarros de Panamá. Producto de su insaciable ambición la victoria les abrió paso por el abanico del río Guadalquivir y luego, partiendo del oeste de Panamá, surcando las aguas del Mar del Sur hacia el Perú.

Era el 6 de enero de 1531. Los conquistadores habían afrontado muchas vicisitudes, tanto por la conducta enérgica de los fenómenos naturales como por las hostilidades de aldeanos de las costas continentales hacia el sur. Tuvieron que sortear tempestades en el mar enfurecido, pasar por tupidas y pestilentes selvas, atravesar montañas enhiestas y enfrentarse contra grupos de guerreros salvajes e incluso antropófagos.

Por fin llegaron a Tumbes, luego a las cercanías de Cajamarca, lugar de recreo del inca Atawallpa, donde gozaba de permanentes vacaciones, por así decir, porque el lugar era un paraíso rodeado de campiñas y aire embalsamado de flores. El inca respiraba una atmósfera de sosiego y gozaba de una placentera quietud. Creía que la victoria contra su hermano, que había terminado poco tiempo atrás, le concedía ese merecimiento. Sin embargo el regosto iba a durarle poco, pues la gente de las aldeas por donde pasaron los españoles y los pobladores de su imperio ya le anunciaban la presencia cercana de seres de tez blanca pero temibles, porque estaban formados como hombres y animales que llevaban el trueno en sus manos.

Naturalmente se referían a los caballos y a las armas de fuego que no conocían. Los conquistadores ingresaron lenta y cautelosamente a los predios del imperio, algo así como cuando la raposa merodea el gallinero. Parecían lobos acechando el corral de ovejas. Pensaron los hombres de aquella caterva de audaces que podía acontecer que los trescientos hombres que formaban la expedición serían más bien pasto de los miles de guerreros incas que acabarían con ellos� entonces debían ser conscientes de que se hallaban en peligro.

Los incas parecían tener más curiosidad que temor. Según leyendas y los registros de la historia, el pueblo esperaba al Apu Wirakocha, el gran maestro espiritual que en tiempos inmemoriales había prometido volver. No obstante, para Atawallpa la presencia de los extraños parecía un motivo de incertidumbre, y pronto concluiría en que aquellos seres extraños no eran sino intrusos. Entonces tendría que enfrentarlos. Esta necesidad le obligó a crear en forma instintiva un sistema de espionaje al buen estilo primitivo. Se produjo el contacto. El Inca envió regalos a los españoles, precedido del deseo de conocerlos. Se estableció el acuerdo. Atawallpa anunció que los esperaría en la plaza de Cajamarca, y el día fue determinado, pero Pizarro puso la condición de que la cohorte del emperador debía ir la cita sin armas. ¡Así fue! Y acudieron a la cita cual escorpiones sin aguijón. ¡Error fatal!

Resulta curioso que los incas y el propio Atawallpa se hubiesen dejado sorprender con tanta candidez, ya que de no haber cometido este error se habría alterado el curso de la historia. Los españoles, en cambio hicieron relucir sus armas y, según cuenta Aguirre Lavayén(5), a tajo limpio cercenaron las cabezas de los indefensos indios, al grito de "¡Por Santiago y cierra España!". Total: ¡miles de muertos incas� ni solo español!

Atawallpa fue reducido a prisión y terminó siendo huésped en su propio reino mientras que los conquistadores se hicieron anfitriones en reino ajeno. Por su rescate, Atawallpa había ofrecido a Pizarro un cuarto lleno de oro, hasta donde alcanzara su mano, el cuarto era de 10 por 5 mts. Durante el tiempo de espera, extrañamente hubo paz y tranquilidad. La tropa expedicionaria era heterogénea. Así como hubo malandrines también hubo caballeros de altura moral, honradez y sobriedad que, probablemente, tentados por la fortuna, se lanzaron en la aventura. La leyenda de El Dorado era tentación para todos.

Una vez colmada la ansiedad de aquellos rapaces, las cantidades de oro y plata se convirtieron en lingotes. Y fueron al crisol incluso las hermosas obras de arte de los incas. Como corolario a saqueo infame se decidió la ejecución del Inca. Consideraban hacerlo como la mejor de las garantías para su seguridad y la de sus tesoros que sujetaban con uñas y dientes.

El día fatídico crearon un tribunal que juzgaría a Atawallpa, bajo el viso de legalidad, porque todo iba a ser una pantomima. Toscos, torpes y brutales eran legos en materia jurídica. Los nobles caballeros que allí habían, aunque solo con respeto y cultura, objetaron que no tenían jurisdicción ni competencia� que todo sería un insolente histrionismo. No obstante, Pizarro fue designado juez y debía dictar sentencia. El fiscal acusador voluntario fue Riquelme, aunque lo habría hecho mejor el cura Valverde que atizaba con saña y maldad a la morralla, atemorizándola con la "Santa Hermandad", porque el "indio era hereje, relapso, asesino y adúltero". No obstante, quien se esmeraba en una retórica retorcida, magnificando las amenazas del fraile, era Riquelme. Este sinuoso sujeto lucía en un dedo un anillo de oro grande engastado con una pequeña esmeralda. Esmerábase en amenazar mientras recorría moviendo expresivamente sus manos, enseñando a todos su hermoso anillo y amenazando a los que se negaran ejecutar al Inca.

La consigna era: ¡Debe ser quemado!

Habían sido nombrados dos fantoches como defensores. Los nobles caballeros se opusieron, y tuvieron más fuerza. Tras una gran polémica se conmutó la pena de hoguera por la de garrote. Para el efecto, el Inca recibió el bautismo. Fray Vicente Valverde lo bautizó, quizá muy a su pesar. Se tranquilizó aquella canalla, ni la voz de los opositores ya se sintió, y Atawallapa fue llevado a la silla del garrote. Allí, sentado, mientras la sierpe trenzada de lana enroscada en su cuello le asesinaba, tuvo valor para mirar altivo las montañas que envolvían a su reino, el antawara que ya se presentaba. Luego murió.

Después siguió el funeral con el rito tradicional de honra a los muertos. Dividiendo el cuerpo en partes para los distintos lugares del imperio de los Incas. Atawallpa no quiso que lo quemaran.

Cuando todo fue un desbande, los españoles se reunían para beber, comer y charlar prolongadamente. Los indios, dispersos se metían, siempre asustados en sus moradas. No salieron a cosechar ni a vendimia de productos.

Era una madrugada en Cajamarca cuando el cielo palidecía por el resplandor matinal, el disco dorado del sol aún no había asomado. Dos hombres atravesaron sigilosos la copiosa niebla que cubría el lugar. Riquelme, igual que todos los españoles dormía plácidamente (es que ya lo tenían todo) cuando, sintiéndose asfixiado abrió desmesuradamente los ojos. Quiso gritar pero no pudo, porque un palo sujetado por dos vigorosas manos le aprisionaban la garganta. Se esforzó por librarse de aquel asedio físico. No pudo. Los tres hombres, como fantasmas sumergidos en la niebla, recorrieron el lugar hasta llegar a la silla siniestra "del palo maldito". Sentaron allí a Riquelme. El que se le enfrentaba ahora era Tito Atawchi, diciéndole: ¡Has lucido tu anillo, mientras condenabas al Apu, ahora tendrás en tu cuello tu segundo anillo... ambos llevarán tu ajayu a la eternidad!

El conquistador agonizó terriblemente en la misma silla en que murió Atawallpa. Mostró un rostro espantable, los ojos saltados de las órbitas, la lengua brincada casi sobre el pecho y los esfínteres sueltos. El cadáver fue arrojado a los repechos de la ladera que va al río, de donde trepaba paradójicamente un aroma delicioso de flores exóticas. La niebla se disipaba poco a poco y el sol ya había salido.

TITO ATAWCHI, glorioso hijo de Wayna Kapac fue el hombre que puso el segundo anillo de vellón trenzado al cuello del verdugo del patriarca imperial.

NOTAS: 1) URTEAGA, Horacio,

El fin de un Imperio. 2) La Historia

3) Urteaga, op. Cit. 4) La Historia.

5) AGUIRRE LAVAYEN Joaquín,

Más allá del horizonte:

Para tus amigos: