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Domingo 28 de enero de 2018

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Cultural El Duende

El Doctor Necrolátrico

28 ene 2018

Jaime Valverde

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Su casa situada frente a la plaza Sucre de Tarija, austera, inundada de sombras y silencio, tenía el zaguán angosto, más propiamente pasillo, que conducía a un pequeño patio triste, sin el consabido naranjo siempre verde, sin jazmines ni madreselvas ni pájaros parleros, y solo con un aljibe abroquelado al centro lleno hasta la boca de agua fresca de lluvia.

También el zaguán daba hacia la izquierda con el estudio jurídico del Señor de la casa, el doctor Napoleón Lacunza, en cuya estancia paraba la mayor parte del tiempo y hacia la derecha con el salón umbroso de ventanas siempre cerradas, cubiertas por pesadas cortinas de pana descoloridas por el tiempo, donde misia Gertrudis Lizarazu diluía su soledad en el crochet, el bordado y la pintura a la acuarela, al óleo. Una sirvienta negra entrada en años, que había sido niñeras de doña Gertrudis, constituía la tercera persona que moraba en la casa, sirviendo a los amos con entrañable mansedumbre.

Los esposos Lacunza-Lizarazu no cultivaban amistades ni recibían visitas de ninguna clase. Habían contraído matrimonio siendo jóvenes en ocasión que él estudiaba abogacía en Sucre y ella tomaba vacaciones en una finca de Yotala, pues era oriunda de Potosí perteneciente a distinguidas familias de buen abolengo conocidas desde el coloniaje.

En el tiempo que ocurrió lo que se relata, el doctor Lacunza andaba por los ochenta años bien llevados. Alto y enjuto, de porte grave y señoril, vestía una levita negra que los años la pusieron verdosa, pantalón oscuro a rayas y botines de abotonar. Su cabeza levantaba blonda cabellera cana cubierta por un coquetón sombrero hongo, hacía pendant con la tiesura del cuerpo echado atrás.

Lucía un bigote de guías levantadas y una barba estilo perilla cuidadosamente recortada. Considerado como un abogado de nota, ejerció la judicatura con brillo, que la dejó hacía tiempo por padecer de ciertos síntomas neuróticos, que lo obligaron a permanecer en casa, donde pasaba los días revolviendo infolios y leyendo a Julio César en sus Comentarios, a Plutarco en sus Vidas paralelas, los trabajos filosóficos de Cicerón, las tragedias de Shakespeare, el Quijote, la Santa Biblia.

En las noches frías y húmedas del invierno oraba y rezaba otorgando ciertas atenciones y cierto afecto no conocido en él, pues siempre fue el hombre de la casa, tipo pater familia, frío y hosco, mezquino en atenciones y ternezas, llegando a la avaricia; y es bien sabido que el amor no concilia con lo avaro. Jamás se vio a la pareja en una fiesta, paseo o espectáculo.

A la única parte que ella asistía todos los días, era a la misa de siete en la Iglesia de San Francisco a dos cuadradas de su casa. El doctor Lacunza, últimamente se le dio por hablar en voz alta a una imagen del Corazón de Jesús colgada en su aposento en claros términos de arrepentimiento:

-¡Oh, Dios mío! Perdona mis faltas cometidas, mis debilidades y orgullos; mi falta de amor a mis semejantes. ¡Dadme tu gracia y cúbreme con tu misericordia!

Una mañana de octubre primaveral, tibia y luminosa, el doctor Lacunza se despertó con un tremendo dolor de cabeza, a consecuencia de haber dormido poco víctima de una pesadilla. Se levantó del lecho, se vistió en un tris y sin mirar siquiera a la esposa, salió presuroso al patio, donde en una palangana lavó su cara, cabeza y cuello con agua fresquita del aljibe. Reanimado, retornó al aposento entonces habló a la esposa:

-¡Señora dormilona! ¡Hoy se le han pegado las sábanas! ¡Ya el sol está alto!

Al no obtener respuesta, se acercó más a la cama y en un momento la creyó dormida, pero de pronto comprobó que estaba fría y que no respiraba. Le tomó el pulso y ¡oh, Santo Dios! había partido al más allá.

Un ataque cardíaco mientras dormía apagó su vida como se consume una vela, sin dolor, sin una despedida. El doctor Lacunza cayó postrado, como herido por el rayo sobre el cuerpo de la esposa que parecía sonreír con la risa de la Mona Lisa. La miró como idiotizado y dijo:

-¡Oh, Dios mío! Yo soy el causante de su muerte por no haberla hecho ver con un médico sabiendo que era enferma del corazón. Y cayó en una profunda depresión de tipo conmocional abrazando el cadáver, sin que la negra sirvienta pudiese desprenderlo.

Y así permaneció siete días velando a la esposa muerta, a quien en vida no le dio las atenciones, distinciones y amor que una dama se merecía. Se negó a recibir alimento y apenas aceptó un poco de leche de manos de la fiel negra, a quien le prohibió hacer conocer su determinación de no dar sepultura a la que fue su compañera durante cincuenta años.

El cadáver comenzó a descomponerse y desprender olores nauseabundos y entonces la negra sirvienta no pudo más con el mal olor y las moscas que fueron apareciendo en esos días que empezaba el calor y salió a denunciar a la policía.

Cuando las autoridades se presentaron en la casa de tan extravagante caso, presionaron al doctor Lacunza para que dejara el aposento, a la vez que sacar el cadáver y darle sepultura. El doctor, encerrado en su yo nada racional, dijo:

-Me niego señores; este cuerpo aunque ahora inanimado, es mío, me pertenece, y permaneceré con él mientras dure mi vida.

El comisario repuso:

-¡Déjese de pamplinas, Doctor! Y no me obligue a tomar medidas de fuerza. El cadáver se entierra hoy y no es más.

Y lo sacó casi a la rastra hacia otra habitación, en tanto que los agentes procedieron a trasladar el cuerpo pestilente al cementerio.

Los doctores dijeron que el doctor Napoleón Lacunza adolecía de una neurosis obsesiva consistente en la dificultad de controlar la razón vencida por un sentimiento de culpa, aconsejando que el paciente deje la casa de la plazuela de los pintos centenarios por un buen tiempo y se traslade al campo, como así ocurrió.

Y allí pasó sus últimos días oyendo el rumor del río, el canto de las aves y las tonadas melodiosas de un chapaco joven enamorado de la vida. ¡Redención de redenciones!

* Jaime Bernardo Valverde Sossa.

Escritor tarijeño.

De: "Evocaciones de terruño", 1991

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