¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...
Su casa situada frente a la plaza Sucre de Tarija, austera, inundada de sombras y silencio, tenÃa el zaguán angosto, más propiamente pasillo, que conducÃa a un pequeño patio triste, sin el consabido naranjo siempre verde, sin jazmines ni madreselvas ni pájaros parleros, y solo con un aljibe abroquelado al centro lleno hasta la boca de agua fresca de lluvia.
En el tiempo que ocurrió lo que se relata, el doctor Lacunza andaba por los ochenta años bien llevados. Alto y enjuto, de porte grave y señoril, vestÃa una levita negra que los años la pusieron verdosa, pantalón oscuro a rayas y botines de abotonar. Su cabeza levantaba blonda cabellera cana cubierta por un coquetón sombrero hongo, hacÃa pendant con la tiesura del cuerpo echado atrás.
-¡Oh, Dios mÃo! Perdona mis faltas cometidas, mis debilidades y orgullos; mi falta de amor a mis semejantes. ¡Dadme tu gracia y cúbreme con tu misericordia!
Una mañana de octubre primaveral, tibia y luminosa, el doctor Lacunza se despertó con un tremendo dolor de cabeza, a consecuencia de haber dormido poco vÃctima de una pesadilla. Se levantó del lecho, se vistió en un tris y sin mirar siquiera a la esposa, salió presuroso al patio, donde en una palangana lavó su cara, cabeza y cuello con agua fresquita del aljibe. Reanimado, retornó al aposento entonces habló a la esposa:
-¡Señora dormilona! ¡Hoy se le han pegado las sábanas! ¡Ya el sol está alto!
Al no obtener respuesta, se acercó más a la cama y en un momento la creyó dormida, pero de pronto comprobó que estaba frÃa y que no respiraba. Le tomó el pulso y ¡oh, Santo Dios! habÃa partido al más allá.
Un ataque cardÃaco mientras dormÃa apagó su vida como se consume una vela, sin dolor, sin una despedida. El doctor Lacunza cayó postrado, como herido por el rayo sobre el cuerpo de la esposa que parecÃa sonreÃr con la risa de la Mona Lisa. La miró como idiotizado y dijo:
Y asà permaneció siete dÃas velando a la esposa muerta, a quien en vida no le dio las atenciones, distinciones y amor que una dama se merecÃa. Se negó a recibir alimento y apenas aceptó un poco de leche de manos de la fiel negra, a quien le prohibió hacer conocer su determinación de no dar sepultura a la que fue su compañera durante cincuenta años.
El cadáver comenzó a descomponerse y desprender olores nauseabundos y entonces la negra sirvienta no pudo más con el mal olor y las moscas que fueron apareciendo en esos dÃas que empezaba el calor y salió a denunciar a la policÃa.
Cuando las autoridades se presentaron en la casa de tan extravagante caso, presionaron al doctor Lacunza para que dejara el aposento, a la vez que sacar el cadáver y darle sepultura. El doctor, encerrado en su yo nada racional, dijo:
Y lo sacó casi a la rastra hacia otra habitación, en tanto que los agentes procedieron a trasladar el cuerpo pestilente al cementerio.
Los doctores dijeron que el doctor Napoleón Lacunza adolecÃa de una neurosis obsesiva consistente en la dificultad de controlar la razón vencida por un sentimiento de culpa, aconsejando que el paciente deje la casa de la plazuela de los pintos centenarios por un buen tiempo y se traslade al campo, como asà ocurrió.
Y allà pasó sus últimos dÃas oyendo el rumor del rÃo, el canto de las aves y las tonadas melodiosas de un chapaco joven enamorado de la vida. ¡Redención de redenciones!
* Jaime Bernardo Valverde Sossa.
Escritor tarijeño.
De: "Evocaciones de terruño", 1991
Para tus amigos:
¡Oferta!
Solicita tu membresÃa Premium y disfruta estos beneficios adicionales:
- Edición diaria disponible desde las 5:00 am.
- Periódico del dÃa en PDF descargable.
- FotografÃas en alta resolución.
- Acceso a ediciones pasadas digitales desde 2010.