Loading...
Invitado


Domingo 15 de enero de 2017

Portada Principal
Cultural El Duende

Réquiem

15 ene 2017

René Bascopé

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Cuando abrieron el nicho de mi bisabuela para enterrar a mi tía Lucinda, se encontraron con su esqueleto intacto, aun cuando había muerto cuarenta años atrás. Entonces el hombrecito del cementerio, tuvo que partir lo huesos convirtiéndolos en un montoncito inútil para que se pueda introducir el ataúd.

Pero cuando se intentó destrozar la calavera, mi abuela se puso a llorar a gritos, acallando los llantos de mi tía Lucinda, hasta que el hombrecito del cementerio le dijo que se la lleve a casa, pero que no hiciera faltar nunca agüita y una vela encendida.

Y aun cuando en mi cuarto vivíamos cuatro personas, yo era el único que escuchaba cantar a la calaverita, con una voz lejana, casi alegre, como desde una cueva. La escuchaba cantar y la sentía moverse, acercándose y alejándose a la vela encendida; la sentía saltar -algunas noches- como si en su interior se estuviera celebrando una fiesta. Lo malo era que no me lo creían, porque cuando todo ocurría, mi madre, mi abuela y mi hermano dormían profundamente.

Entonces viví una etapa de miedo y de angustia total, casi no dormía; incluso llegué a quitarle el vaso de agua sin que mi abuela se diera cuenta, y a apagarle la vela. Pero la canción continuaba. Parecía que la calaverita se reía de mí.

A Antonio lo conocimos desde el mismo día que vino a vivir a la casa. Recuerdo que de sopetón nos pidió ayuda para meter sus cosas a su nueva habitación, en el mismo patio donde yo vivía.

Nosotros lo obedecimos como sonámbulos; pero cuando terminamos de hacerlo, nos invitó cigarrillos a todos, haciéndonos toser hace que el llanto afloró a nuestros ojos, mientras él reía como si le hubieran contado un chiste obsceno.

Desde esa vez nos hicimos muy amigos, y cuando entrábamos a su cuarto -lleno de fotografía de mujeres desnudas y de hombres musculosos- nos enseñaba a tocar guitarra y a cantar valses peruanos y boleros; además nos invitaba alcohol hasta hacernos marear.

Aunque mi madre se enojó cuando se dio cuenta que frecuentábamos el cuarto de Antonio diciéndome que todavía éramos chicos y que él aunque era joven ya parecía mañudo, nosotros seguíamos buscándolo en nuestros ratos libres, incluso en las noches.

Es que Antonio nos enseñaba cosas que no aprendíamos en la escuela. Nos contaba las historias del Sambo Salvito, el bandido que asaltaba a los viajeros en los caminos y los mataba. Nos contaba también sus propias aventuras con mujeres, sus peleas callejeras en que siempre salía triunfante.

Nos contó también que doña Hilda hacía entra a su cuarto a cualquier hombre para acostarse con él, en cuanto salía su marido; y que Olguita, la muchacha del segundo patio, estaba embarazada para su padre.

Pero lo que más impactó en nosotros fue su voluntad de enseñarnos a pelear, porque nos serviría de mucho. Así empezamos golpeándolos entre nosotros, hasta que algunas veces sangrábamos. Pero luego Antonio pensó que podíamos entrenarnos con Jacinto, un mendigo sin piernas y con el labio leporino, que venía a dormir en las noches a nuestro patio, después de haber perdido limosna todo el día.

Así fue que la primera vez solo lo hicimos aullar a puntapiés, y ni se nos ocurrió arrebatarle las monedas que había recolectado. Pero pronto nos dimos cuenta de ello, y le decíamos que debía pagarnos el alquiler por dormir en nuestro patio, cuando él no quería, lo golpeábamos. Sin embargo, nos dimos cuenta que si lo hacíamos a menudo, corríamos el riesgo de que se vaya definitivamente. Entonces se nos ocurrió tratarlo bien algunas veces. El mendigo nos creyó sinceros, y hasta nos contaba algunas intimidades. Esto nos indujo a planear una broma para divertirnos.

Le dijimos que él era un maricón y nunca se había acostado con una mujer; al principio no nos contestaba nada, pero luego reaccionó y nos dijo que ya nos demostraría lo contrario. Antonio le dijo que se metiera al cuarto de doña Hilda, que se metía con todos.

Entonces una noche, Jacinto apareció con una prenda íntima de la mujer, diciéndonos que lo había logrado, arrastrándose como si no se diera cuenta que le faltaban las piernas. Nosotros tuvimos que felicitarlo.

Otra cosa que empezamos a practicar, fue la agresión a los borrachitos que pasaban por la puerta de calle. Lo hacíamos con miedo al principio, pero luego vimos que nos rentaba dinero. Antonio nos guiaba las primeras veces, pero poco a poco fuimos prescindiendo de él, porque nos bastábamos solos. Además él siempre estaba bebido.

Una sola vez nos asustamos un poco, porque no supimos que le borrachito que asaltaos la noche anterior fue encontrado muerto en la calle. Se nos fue la mano. La policía buscaba a los asesinos, pero al final todo se olvidó.

Justamente desde el día que velaron a doña Hilda que había muerto envenenada, queriendo abortar el hijo que Jacinto le había dejado en las entrañas, por tomar un brebaje de hierbas extrañas que le habían aconsejado, yo dejé de escuchar las canciones de la calaverita de mi bisabuela.

Pero, en cambio, mi madre empezó a contarnos que todas las noches escuchaba el llanto del alma de la muerta, y que no podía dormir, porque algunas veces parecía que se acercaba hasta la misma puerta del cuarto.

Precisamente ese día, nos llevamos una impresión desagradable, porque en pleno velorio ingresó a la sala el marido del cadáver, y de un salto se encaramó encima del ataúd, destrozando el vidrio que cubría la tapa y escupiéndole en la cara. Los que intentaron separarlo se llevaron golpes e insultos, y al final le dieron la razón.

Jacinto despareció también, quizá dolido porque la pobre mujer, antes de morir, gritaba a los cuatro vientos, enloquecida, que no quería tener un hijo monstruoso como Jacinto.

(Desde anoche he vuelto a escuchar el canto de la calaverita. Nuevamente mis oídos se atormentan con ese ruido infamante. Desde anoche escucho también el llanto del alma de doña Hilda. Pero la calaverita ya no canta con la voz de mi bisabuela; es la voz de Antonio, mezclada con maullidos de gatos, la que canta tristemente, ahora.

Creo que me volveré loco. Es que no puedo creer que anoche hayamos asesinado a Antonio, no puede ser que lo hayamos asesinado a él�)

René Bascopé Aspiazu.

Escritor y poeta.

La Paz, 1951 - 1984.

Para tus amigos: