Pero cuando se intentó destrozar la calavera, mi abuela se puso a llorar a gritos, acallando los llantos de mi tÃa Lucinda, hasta que el hombrecito del cementerio le dijo que se la lleve a casa, pero que no hiciera faltar nunca agüita y una vela encendida.
Y aun cuando en mi cuarto vivÃamos cuatro personas, yo era el único que escuchaba cantar a la calaverita, con una voz lejana, casi alegre, como desde una cueva. La escuchaba cantar y la sentÃa moverse, acercándose y alejándose a la vela encendida; la sentÃa saltar -algunas noches- como si en su interior se estuviera celebrando una fiesta. Lo malo era que no me lo creÃan, porque cuando todo ocurrÃa, mi madre, mi abuela y mi hermano dormÃan profundamente.
A Antonio lo conocimos desde el mismo dÃa que vino a vivir a la casa. Recuerdo que de sopetón nos pidió ayuda para meter sus cosas a su nueva habitación, en el mismo patio donde yo vivÃa.
Desde esa vez nos hicimos muy amigos, y cuando entrábamos a su cuarto -lleno de fotografÃa de mujeres desnudas y de hombres musculosos- nos enseñaba a tocar guitarra y a cantar valses peruanos y boleros; además nos invitaba alcohol hasta hacernos marear.
Una sola vez nos asustamos un poco, porque no supimos que le borrachito que asaltaos la noche anterior fue encontrado muerto en la calle. Se nos fue la mano. La policÃa buscaba a los asesinos, pero al final todo se olvidó.
Pero, en cambio, mi madre empezó a contarnos que todas las noches escuchaba el llanto del alma de la muerta, y que no podÃa dormir, porque algunas veces parecÃa que se acercaba hasta la misma puerta del cuarto.
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