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Domingo 04 de diciembre de 2016

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Cultural El Duende

El espacio de la mujer que espera

04 dic 2016

Anabel Gutiérrez

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El hombre regresó a casa. La puerta estaba cerrada y tardó en dar con la llave: nadie habría contestado al timbre que no tocó.

Dejó la valija en el suelo y se sentó (solo) a fumar en la sala. Le costó asociar la realidad encontrada con lo hasta entonces apenas formulado como promesa, promesa relegada a la abstracta incertidumbre del futuro, ahora presente irremediable: su mujer se había ido.

La maldijo entre dientes y el humo le salió desordenado, inundando el pequeño ambiente que no tardaría en serle excesivo. �l, que tanto luchó por defender los límites de un espacio donde ser libre y ejercer su soledad sin culpas.

�l, que aguantó quejas y lloriqueos inconsolables de su mujer, su impertinente insistencia por acceder a los rincones prohibidos, donde ahora la echaba en falta, donde no la hubo admitido.

Recordó el anuncio de su partida. Se lo había dicho unas semanas después de la última vez que la dejó volver a su lado, a su casa; después de haberle recordado, una vez más, las condiciones a las que debería ceñirse para poder tenerlo; después de haberle repetido en qué consistía ser su mujer.

Ella lo había escuchado con el rostro impasible y los ojos quietos. Luego, se excusó para ir al baño (el hombre sospechó del llanto frente al espejo y le agradeció la delicadeza que por una vez, lo eximía de ser testigo y responsable de sus lágrimas infinitas).

Simuló ignorar los párpados hinchados que acompañaban sin contradecir, la sonrisa con la que la mujer había vuelto a sentarse y le había tomado la mano. Acepto, dijo. No la besó, como hubiera deseado ella; tan sólo apretó su mano sobre la mesa y la mujer se esforzó por entender y sonrió.

El hombre abrió la valija sobre la alfombra para encontrarse con una dolorosa y contundente premonición del futuro: la ausencia del regalo que solía traerle siempre, después de cada viaje, de cada retorno. De haber estado ahí, no habría reparado en ello, pero su inexistencia le hablaba de un fatal (y cierto) conocimiento previo. No pudo sacar ni guardar nada.

Dejó caer la tapa y buscó y encontró algo de beber. Dio un sorbo largo y volvió a sentarse con la botella en la mano, frente a la maleta, sin mirarla. De haber estado su mujer, pensó, no le habría dejado beber de la botella.

Habría traído un vaso (y quizá otro para ella). No, se dijo el hombre: de haber estado su mujer, no estaría bebiendo, solo; estaría haciéndole el amor. No estaría sentado apretando el cuello de una botella y recordándola y descubriendo lo insoportable que podía resultarle su falta. Estaría haciéndole el amor, sin atribuirle a ese cuerpo de mujer enamorada, otra posibilidad que la de estar ahí, sin concebirse, él mismo, extrañándolo; como si no fuera capaz de tener vida propia lejos de sus ojos, de sus manos, de él.

El hombre miró hacia la ventana y se dijo que todo podía ser mucho más dramático si las cortinas no estuvieran corridas; pero estaban corridas (y continuarían así durante muchos, muchísimos días). Se preguntó si acaso eso, era el amor. Esa vida emergiendo de un espacio vacío. Esas aterradoras voces del silencio. ¿Era eso? ¿Esa presencia dibujándose sobre una ausencia?

Maldijo otra vez a la mujer y al beso que le rogó (y le robó) antes de dejarse mirar por última vez y quedarse quieta. Se pondrá a llorar, se había dicho el hombre mientras caminaba sin volverse. Ya está llorando, seguro, se había dicho, y esta vez prefiero no confirmarlo, no guardar la imagen, no comprometerme con su recuerdo. Y siguió yéndose.

Porque fue él quien partió primero, como siempre; aunque esta vez, se iba llevando la promesa de no hallarla a su regreso. Pero entonces no supo pensarlo como se piensan las cosas ciertas. No todavía. Ahí la tenía, despidiéndolo, llorando su partida, repitiéndose.

Ella, de cuya espera nunca tuvo por qué dudar.

Me voy para darte la oportunidad de seguirme, le había dicho ella, ingenua, irresponsable, inconsciente. Pero si vienes, será para quedarte, para dejar de irte. Ella, tantas veces abandonada y vuelta a recuperar, tan vulnerable a la vida en la tierra, al siempre, al nunca más. Te quiero demasiado, le había dicho la mujer, como para dejar que sea mi amor el que nos destruya.

El hombre dejó la botella sobre la mesita enana de la sala y comenzó a repetir, en voz alta, los motivos que ahora tenía para odiarla. Se sintió herido a traición: ella, que conocía el fondo, no podía desafiarlo.

Y todavía es posible que me esté esperando, se dijo el hombre.

Como un mal chiste, una paradoja, como una venganza de la vida. La odio se dijo, a ella y a su estúpida esperanza y a su amor de todos los días y a su necesidad de respuestas en voz alta. La odio, repitió, porque ocupó demasiado espacio, porque me está haciendo creer que pude haberla amado, porque quizá lo esté haciendo.

Cómo ella, una simple mujer enamorada, fue capaz de decidir, anunciar, hacer. Cómo pudo la amante, abandonar al amado. Al hombre que siempre supo encontrarla cuando volvió a necesitarla. La mujer que espera, no tenía derecho de abandonar al hombre que se iba para poder seguir estando.

Bebió hasta que presintió la llegada de la noche al otro lado de las cortinas y luego siguió bebiendo.

Pensó en la cama fría donde no lo reclamaba nadie, ni lo acosaba con un amor excesivo, ni le suplicaba la responsabilidad de aceptarlo sin pedir casi nada a cambio.

Pensó en la cama donde sintió ahogarse tantas veces y la mujer tuvo que salir para expiar la culpa de su presencia, de su amor, de sus heridas.

Pensó en la cama de la que huyó con frecuencia, desentendido de las lágrimas, de la mujer que intentaba retenerlo y sin embargo, seguiría ahí cuando él comenzara a ahogarse de la soledad.

Ya no estaba más.

Imaginó la cama en la que ahora dormiría ella, sola, libre de la amenaza de otro abandono, de otra espera obligada; la cama en la que quizá soñaría con él; donde lo esperaría hasta que otro hombre fuera reemplazando a la espera y luego al vacío: el lugar le pertenecía, era su sitio a donde volver, su rincón seguro en el mundo.

Imaginó al otro hombre -tan otro que podría ser cualquiera- ese que no tendría que regresar porque ya no se iría. Y dejaría de esperar la mujer, la mujer que espera.

Me voy porque quiero llevarte conmigo, le había dicho ella. El hombre no respondió. El hombre probablemente no creyó; aunque ella jamás lo hubo amenazado.

Ella, una estúpida mujer enamorada, pensó. Y quiso tenerla frente a él y golpearla. Y luego hacerle el amor. O, hacerle el amor y luego golpearla. O solamente, tal vez, tenerla al frente y mirarla. Mirarla para que las puertas siguieran abiertas, para que no hubiera certezas ni realidades consumadas.

Para poder seguir viviendo sin que fuera posible que otro hombre le hiciera el amor o la golpeara. Sin que otro hombre fuera posible.

Se iba hundiendo en un horror absorbente, sin fuerzas para luchar por una victoria sin premio, y la noche comenzaba a ceder su espacio a una nueva luz. Todo al otro lado de las cortinas.

El hombre miró las botellas vacías sobre la mesita enana y lloró. Lloró como creía que sólo podía hacerlo una mujer enamorada.

Anabel Gutiérrez. Tarija, 1978. Escritora y filóloga.

De. "Revista PEN Bolivia" - 2004

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