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El hombre regresó a casa. La puerta estaba cerrada y tardó en dar con la llave: nadie habrÃa contestado al timbre que no tocó.
Dejó la valija en el suelo y se sentó (solo) a fumar en la sala. Le costó asociar la realidad encontrada con lo hasta entonces apenas formulado como promesa, promesa relegada a la abstracta incertidumbre del futuro, ahora presente irremediable: su mujer se habÃa ido.
La maldijo entre dientes y el humo le salió desordenado, inundando el pequeño ambiente que no tardarÃa en serle excesivo. Ã?l, que tanto luchó por defender los lÃmites de un espacio donde ser libre y ejercer su soledad sin culpas.
�l, que aguantó quejas y lloriqueos inconsolables de su mujer, su impertinente insistencia por acceder a los rincones prohibidos, donde ahora la echaba en falta, donde no la hubo admitido.
Ella lo habÃa escuchado con el rostro impasible y los ojos quietos. Luego, se excusó para ir al baño (el hombre sospechó del llanto frente al espejo y le agradeció la delicadeza que por una vez, lo eximÃa de ser testigo y responsable de sus lágrimas infinitas).
Simuló ignorar los párpados hinchados que acompañaban sin contradecir, la sonrisa con la que la mujer habÃa vuelto a sentarse y le habÃa tomado la mano. Acepto, dijo. No la besó, como hubiera deseado ella; tan sólo apretó su mano sobre la mesa y la mujer se esforzó por entender y sonrió.
Dejó caer la tapa y buscó y encontró algo de beber. Dio un sorbo largo y volvió a sentarse con la botella en la mano, frente a la maleta, sin mirarla. De haber estado su mujer, pensó, no le habrÃa dejado beber de la botella.
El hombre miró hacia la ventana y se dijo que todo podÃa ser mucho más dramático si las cortinas no estuvieran corridas; pero estaban corridas (y continuarÃan asà durante muchos, muchÃsimos dÃas). Se preguntó si acaso eso, era el amor. Esa vida emergiendo de un espacio vacÃo. Esas aterradoras voces del silencio. ¿Era eso? ¿Esa presencia dibujándose sobre una ausencia?
Me voy para darte la oportunidad de seguirme, le habÃa dicho ella, ingenua, irresponsable, inconsciente. Pero si vienes, será para quedarte, para dejar de irte. Ella, tantas veces abandonada y vuelta a recuperar, tan vulnerable a la vida en la tierra, al siempre, al nunca más. Te quiero demasiado, le habÃa dicho la mujer, como para dejar que sea mi amor el que nos destruya.
El hombre dejó la botella sobre la mesita enana de la sala y comenzó a repetir, en voz alta, los motivos que ahora tenÃa para odiarla. Se sintió herido a traición: ella, que conocÃa el fondo, no podÃa desafiarlo.
Cómo ella, una simple mujer enamorada, fue capaz de decidir, anunciar, hacer. Cómo pudo la amante, abandonar al amado. Al hombre que siempre supo encontrarla cuando volvió a necesitarla. La mujer que espera, no tenÃa derecho de abandonar al hombre que se iba para poder seguir estando.
Bebió hasta que presintió la llegada de la noche al otro lado de las cortinas y luego siguió bebiendo.
Pensó en la cama frÃa donde no lo reclamaba nadie, ni lo acosaba con un amor excesivo, ni le suplicaba la responsabilidad de aceptarlo sin pedir casi nada a cambio.
Pensó en la cama donde sintió ahogarse tantas veces y la mujer tuvo que salir para expiar la culpa de su presencia, de su amor, de sus heridas.
Imaginó al otro hombre -tan otro que podrÃa ser cualquiera- ese que no tendrÃa que regresar porque ya no se irÃa. Y dejarÃa de esperar la mujer, la mujer que espera.
Me voy porque quiero llevarte conmigo, le habÃa dicho ella. El hombre no respondió. El hombre probablemente no creyó; aunque ella jamás lo hubo amenazado.
Para poder seguir viviendo sin que fuera posible que otro hombre le hiciera el amor o la golpeara. Sin que otro hombre fuera posible.
Se iba hundiendo en un horror absorbente, sin fuerzas para luchar por una victoria sin premio, y la noche comenzaba a ceder su espacio a una nueva luz. Todo al otro lado de las cortinas.
El hombre miró las botellas vacÃas sobre la mesita enana y lloró. Lloró como creÃa que sólo podÃa hacerlo una mujer enamorada.
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