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Domingo 28 de agosto de 2016

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Cultural El Duende

Incidencias que promovió "Repete"

28 ago 2016

Jesús Lara

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I

Para partir al frente me proveí de una buena cantidad de libretas pequeñas, de fácil manejo, así como de algunos lápices tinta, muy usados en aquella época y desaparecidos hoy día. Aguzaba cuidadosamente el lápiz y escribía con una letra menuda y ceñida.

En esa forma, aprovechando momentos de descanso o al fin de las jornadas, anotaba a vuela pluma los acontecimientos que se había desarrollado a mi vista durante el día o de los cuales era actor yo mismo. En mi tarea empleaba el más celoso cuidado para no caer en inexactitudes ni desfiguraciones, pues no quería que en mi diario hallase cabida nada negativo, nada que pudiera ser, después, objeto de refutación o de censura.

Incorporado al Regimiento "Colorados" 41 de Infantería, el primer día que me vio tomar notas mi hermano, me expresó, en términos muy suaves, que se hallaba prohibido escribir diarios de guerra. Dispuesto a no cejar en mis propósitos, le dije que procuraría no hacerme descubrir y que no tropezaríamos con ningún contratiempo. De lo demás, no ignoraba yo que en un principio hubo oficiales que llevaban diarios de guerra. Prisioneros algunos de ellos y muertos otros, sus libretas cayeron en poder del enemigo, el cual las utilizó en su provecho y en menoscabo de nuestro ejército. Entonces nuestro Comando Superior prohibió todo diario de guerra bajo pena de muerte.

Tan pronto como quedaba llena una libreta, la enfundaba y cosía cuidadosamente en una pequeña bolsa de tocuyo, de aquellas que eran distribuidas en la línea repletas de coca. El menudo paquete era rotulado a mi esposa y remitido con algún evacuado o alguien que salía con licencia. Deseo subrayar que en la búsqueda de portadores siempre me acompañó la suerte, pues no dejé de encontrar algún amigo o conocido que se prestara a cumplir mi encargo. No debo olvidar que el primer paquete traía la inscripción de que él no fuera abierto hasta mi retorno, lo cual fue cumplido fielmente por mi compañera; de modo que cuando llegué, evacuado, encontré todas las libretas, tales cuales yo las había empaquetado.

Volví de la guerra con la salud muy quebrantada y no me repuse hasta principios de 1937. Tan pronto como pude, preparé los originales del libro, conservando con la mayor fidelidad la redacción que venía en las libretas, pasando por alto hasta sus defectos de lenguaje, porque, además, no me hallaba todavía en condiciones de emprender ninguna tentativa de corrección y, menos, de reelaboración.

II

La obra, impresa por mi cuenta y costeada con el premio municipal que por ella recibí aquel mismo año de 1937, comenzó a circular la tarde del 9 de febrero de 1938. Pero antes se había organizado la Asociación de Excombatientes del Regimiento "Colorados" 41 de Infantería, que contaba con cerca de cien miembros. Una organización homogénea y sólida, lograda gracias a la dinamicidad y el empeño de Walter Ponce. Antes de entregar los originales a la imprenta, ya recibí la solidaridad y la adhesión de mis camaradas. La Asociación misma emitió, luego, un voto confirmando la veracidad de la obra.

La mañana del 10 de febrero me buscó en mi oficina (Biblioteca Municipal) el coronel Alfredo Rivas (Q´etete), y me compró un ejemplar, con palabras que no olvido: "Sé que en este libro usted nos golpea duro, pero sé también que nos dice las verdades".

Días después supe que el coronel Rivas, aquella misma mañana, le metió a los ojos, riendo a carcajadas, al coronel Peña y Lillo el pasaje que en el libro aludía a su persona. Lo notable fue que la ocurrencia del Q´etete se produjo en un corro de oficiales, en el cual cundieron el escándalo y la indignación contra el autor. De inmediato, unos y otros opinaron que aquella osadía era intolerable y que se imponía un escarmiento. Un civil no podía, de ningún modo, manosear así el prestigio de un alto jefe del ejército. Fueron propuestas varias formas de escarmiento, pero todas ellas convergían en mi liquidación. Aquí se impuso el juicio sano y razonable del coronel Rivas, quien sostuvo que la única vía admisible era la que señalaba al campo de honor; Peña y Lillo debía optar por el duelo.

La tarde del 10 de febrero salí de la oficina antes de la hora, urgido por cierto asunto familiar. Hacia las 5, hallábame en mi sala, junto con mi esposa y mis hijos. Raúl, de 3 años, se entretenía trepando a la ventana que daba a la calle. Oí que un automóvil se detenía a la puerta. El niño bajó gritando: "¡Militares!". Con un pretexto cualquiera conseguí que mi compañera y mis hijos abandonaran la sala. Entraron dos coroneles, con sus flamantes uniformes, haciendo tintinear sus espadas y luciendo un notable aire marcial. No bien tomaron asiento, uno de ellos me alargó un sobre, con un parco: "Entérese". Era una credencial del coronel Peña y Lillo para tramitar un duelo. "Bien -les dije, sin inmutarme, pues no ignoraba que mantener la serenidad en un trance semejante era ganar media batalla-, designaré a mis padrinos sin tardanza", y les pregunté dónde y a qué hora podrían encontrarles ellos. Me contestaron que en el Club Social, a las 8 de la noche. Con lo que se despidieron. Eran los coroneles Carlos de la Riva y Raúl Barrientos. Acto continuo redacté la credencial del caso y me dirigí al domicilio de mi amigo José Torrico Sierra, quien me aceptó gustoso el nombramiento. Asimismo, mi amigo y compañero del Chaco, Alfredo Mendizábal, a quien fui a buscar enseguida.

III

Yo nunca fui partidario del duelo. Siempre lo tomé como un recurso arcaico, propio de políticos y bravucones. Pero ahora lo único que debía importarme era defender mi obra. Sabía que la repulsa, o siquiera un signo de flaqueza, me traería irremisiblemente la ruina.

Esa tarde cené a la hora de costumbre, con un buen barniz de sangre fría, de modo que mi esposa no se dio cuenta de la procesión que por dentro me andaba. Luego me dirigí a mi trabajo. En la puerta me esperaba un denso grupo de camaradas del Regimiento. Walter Ponce, Toribio Clavijo, Aquilino Valverde, Félix López, Antonio Soto, Gualberto Orellana� Enterados de que por la tarde me habían buscado en mi oficina dos coroneles, los muchachos pensaron que lo hicieron con miras a agredirme; entonces se habían armado muchos de ellos o todos, y ahora hallábanse prestos a defenderme. Lejos de mí el propósito de hacerles sospechar lo que ocurría. Al contrario, le resté importancia a la tal visita y procuré despreocuparlos. Pero ellos se negaron a dejarme solo. Yo debía esperar en la redacción de "El País" el resultado de las conversaciones entre los padrinos y no hallaba modo de estar libre. En ese momento apareció mi hermano Diógenes, a quien lo separé del grupo para enterarle del lance. �l no debía ignorar las circunstancias en que me hallaba, así como mi otro hermano, que no tardó en acudir. Entonces uno se encargó de distraer y contener a los amigos y el otro fue a mi casa, a fin de hacer que mi esposa no extrañara mi ausencia, ya que por razones fáciles de comprender, yo tenía resuelto no pasar la noche con ella.

Me fui a la redacción de "El País", donde, charlando con Díaz Machicao, esperé la definición del duelo. Recién después de la medianoche, apareció Mendizábal con el resultado: a primera sangre, esto es, hasta que uno de los contendores cayera, por lo menos herido; arma: revólver, distancia: 40 metros; lugar: orilla occidental de la laguna de Alalay; hora: al clarear el día.

Por supuesto, Díaz Machicao fue enterado de todo y en su casa pasé el resto de la noche. Nos levantamos a hora oportuna y aún tiempo para tomar algo de desayuno. Llegaron mis padrinos y los cuatro nos dirigimos al domicilio del doctor Walter Galindo, mi médico, quien nos ofreció su automóvil. Díaz Machicao se quedó a esperar en la plaza central y nosotros tomamos el camino de Alalay. No puedo ocultar la verdad: en el trayecto me sentí invadido de miedo. Yo había manejado el cañón y el mortero y el fusil; mas nunca había empuñado el revólver. En cambio, mi adversario, como militar, se entendía seguramente a maravilla con esta arma, pues en el Chaco le había visto siempre con un grueso revólver pendiente del cinto. Por otra parte, dentro de breves momentos me vería delante de un arma de fuego tendida contra mí lanzándome una, dos, quién sabe cuántas balas, una tras otra. Sin considerar la pericia del contendor, inclusive la casualidad podía hacer que un plomo viniese a alojarse en mi cabeza o en mi pecho. Con todo, como hacía en la línea de fuego en los momentos difíciles, hice de mis nervios un haz y los empuñé fuertemente.

Entretanto llegamos al lugar. El adversario ya estaba allí, de pie junto a su automóvil. Lo encontré blanco como el papel. "Bien -pensé entonces- él tiene más miedo que yo", y una ráfaga de confianza vino a refrescarme el ánimo.

Tras un cambio de ideas, los padrinos midieron la distancia, sortearon las armas, etc. A mí me tocó ocupar el lado sur y allí, en la raya me coloqué de espaldas al adversario. El juez de campo, coronel Barrientos, nos llamó a la reconciliación. Yo esperé que Peña y Lillo se pronunciara; él denegó la proposición y a mi vez dije que mantenía los términos expuestos en mi libro. Entonces se produjo la señal convenida. El adversario disparó antes que yo. Vi que había ejecutado una perfecta media vuelta, como buen militar, aunque el zumbido de su bala no me llegó al oído. En cambio, vi que mi bala levantaba menudos penachos de polvo en el suelo, en la dirección de su cuerpo. Entonces, me dije, bastante alentado: "No lo he hecho muy mal". El juez de campo nos volvió a exhortar, pero Peña y Lillo exigió que continuara el lance. En el segundo disparo también él se me adelantó. Entonces, ya sobre seguro, opté por tirar sobre un charco que había en medio, algo a un costado, de suerte que mi bala produjo un muy pequeño rebullido en el agua. Con lo que el juez de campo dio por terminado el lance. Luego corrió a abrazarme, con una frase muy amable, el coronel de la Riva y añadió: "Ahora todo el agravio se ha borrado; ustedes tienen que darse la mano" "Yo no tengo inconveniente, mi coronel", le dije. Me condujo del brazo al punto, donde, inmóvil y rodeado de los otros padrinos y de los médicos, se hallaba mi adversario. Llegado delante de él, en silencio le tendí la mano. �l no me la tomó; al contrario, me dijo: "No puedo darle la mano" o alguna otra cosa parecida, aunque no pidió que se prosiguiera el lance.

Díaz Machicao había puesto a mi disposición su diario, lo cual me permitió publicar de inmediato las dos actas elaboradas con las incidencias del duelo. Habiéndose promovido, con ello, un escándalo en la ciudad, no en detrimento mío, naturalmente.

El día 15 de febrero la prefectura prohibió la venta de Repete; pero la orden llegó a la librería en el momento en que acababa de venderse el último ejemplar.

Los militares de la guarnición tenían motivos para no quedar satisfechos con la actuación del coronel Peña y Lillo. Los muchachos del "Colorados", vigilantes y ubicuos, habían detectado una singular decisión de los oficiales: retarme a duelo todos ellos, pero uno tras otro, por turno, seguros de que alguno daría en el blanco. Por aquel entonces había en la ciudad cuando menos un centenar de oficiales. El día 14 de febrero mis compañeros del Regimiento lanzaron una declaración pública, según la cual ellos no me permitirían aceptar un nuevo lance, pero se sortearían, también, para batirse con todos cuantos en adelante me desafiasen, bajo la condición de que los retadores fueran auténticos excombatientes. Con lo que ya nadie se atrevió a invitare al "campo del honor".

De esa manera mis camaradas del Regimiento "Colorados" formaron delante de mí, con sus pechos, una muralla y mis adversarios vieron frustrados sus designios.

Jesús Lara. Cochabamba, 1898-1980. Poeta, novelista

y dramaturgo.

En: "Chajma", 1978

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