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I
Para partir al frente me proveà de una buena cantidad de libretas pequeñas, de fácil manejo, asà como de algunos lápices tinta, muy usados en aquella época y desaparecidos hoy dÃa. Aguzaba cuidadosamente el lápiz y escribÃa con una letra menuda y ceñida.
En esa forma, aprovechando momentos de descanso o al fin de las jornadas, anotaba a vuela pluma los acontecimientos que se habÃa desarrollado a mi vista durante el dÃa o de los cuales era actor yo mismo. En mi tarea empleaba el más celoso cuidado para no caer en inexactitudes ni desfiguraciones, pues no querÃa que en mi diario hallase cabida nada negativo, nada que pudiera ser, después, objeto de refutación o de censura.
Incorporado al Regimiento "Colorados" 41 de InfanterÃa, el primer dÃa que me vio tomar notas mi hermano, me expresó, en términos muy suaves, que se hallaba prohibido escribir diarios de guerra. Dispuesto a no cejar en mis propósitos, le dije que procurarÃa no hacerme descubrir y que no tropezarÃamos con ningún contratiempo. De lo demás, no ignoraba yo que en un principio hubo oficiales que llevaban diarios de guerra. Prisioneros algunos de ellos y muertos otros, sus libretas cayeron en poder del enemigo, el cual las utilizó en su provecho y en menoscabo de nuestro ejército. Entonces nuestro Comando Superior prohibió todo diario de guerra bajo pena de muerte.
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Tan pronto como quedaba llena una libreta, la enfundaba y cosÃa cuidadosamente en una pequeña bolsa de tocuyo, de aquellas que eran distribuidas en la lÃnea repletas de coca. El menudo paquete era rotulado a mi esposa y remitido con algún evacuado o alguien que salÃa con licencia. Deseo subrayar que en la búsqueda de portadores siempre me acompañó la suerte, pues no dejé de encontrar algún amigo o conocido que se prestara a cumplir mi encargo. No debo olvidar que el primer paquete traÃa la inscripción de que él no fuera abierto hasta mi retorno, lo cual fue cumplido fielmente por mi compañera; de modo que cuando llegué, evacuado, encontré todas las libretas, tales cuales yo las habÃa empaquetado.
Volvà de la guerra con la salud muy quebrantada y no me repuse hasta principios de 1937. Tan pronto como pude, preparé los originales del libro, conservando con la mayor fidelidad la redacción que venÃa en las libretas, pasando por alto hasta sus defectos de lenguaje, porque, además, no me hallaba todavÃa en condiciones de emprender ninguna tentativa de corrección y, menos, de reelaboración.
II
La obra, impresa por mi cuenta y costeada con el premio municipal que por ella recibà aquel mismo año de 1937, comenzó a circular la tarde del 9 de febrero de 1938. Pero antes se habÃa organizado la Asociación de Excombatientes del Regimiento "Colorados" 41 de InfanterÃa, que contaba con cerca de cien miembros. Una organización homogénea y sólida, lograda gracias a la dinamicidad y el empeño de Walter Ponce. Antes de entregar los originales a la imprenta, ya recibà la solidaridad y la adhesión de mis camaradas. La Asociación misma emitió, luego, un voto confirmando la veracidad de la obra.
La mañana del 10 de febrero me buscó en mi oficina (Biblioteca Municipal) el coronel Alfredo Rivas (Q´etete), y me compró un ejemplar, con palabras que no olvido: "Sé que en este libro usted nos golpea duro, pero sé también que nos dice las verdades".
DÃas después supe que el coronel Rivas, aquella misma mañana, le metió a los ojos, riendo a carcajadas, al coronel Peña y Lillo el pasaje que en el libro aludÃa a su persona. Lo notable fue que la ocurrencia del Q´etete se produjo en un corro de oficiales, en el cual cundieron el escándalo y la indignación contra el autor. De inmediato, unos y otros opinaron que aquella osadÃa era intolerable y que se imponÃa un escarmiento. Un civil no podÃa, de ningún modo, manosear asà el prestigio de un alto jefe del ejército. Fueron propuestas varias formas de escarmiento, pero todas ellas convergÃan en mi liquidación. Aquà se impuso el juicio sano y razonable del coronel Rivas, quien sostuvo que la única vÃa admisible era la que señalaba al campo de honor; Peña y Lillo debÃa optar por el duelo.
La tarde del 10 de febrero salà de la oficina antes de la hora, urgido por cierto asunto familiar. Hacia las 5, hallábame en mi sala, junto con mi esposa y mis hijos. Raúl, de 3 años, se entretenÃa trepando a la ventana que daba a la calle. Oà que un automóvil se detenÃa a la puerta. El niño bajó gritando: "¡Militares!". Con un pretexto cualquiera conseguà que mi compañera y mis hijos abandonaran la sala. Entraron dos coroneles, con sus flamantes uniformes, haciendo tintinear sus espadas y luciendo un notable aire marcial. No bien tomaron asiento, uno de ellos me alargó un sobre, con un parco: "Entérese". Era una credencial del coronel Peña y Lillo para tramitar un duelo. "Bien -les dije, sin inmutarme, pues no ignoraba que mantener la serenidad en un trance semejante era ganar media batalla-, designaré a mis padrinos sin tardanza", y les pregunté dónde y a qué hora podrÃan encontrarles ellos. Me contestaron que en el Club Social, a las 8 de la noche. Con lo que se despidieron. Eran los coroneles Carlos de la Riva y Raúl Barrientos. Acto continuo redacté la credencial del caso y me dirigà al domicilio de mi amigo José Torrico Sierra, quien me aceptó gustoso el nombramiento. Asimismo, mi amigo y compañero del Chaco, Alfredo Mendizábal, a quien fui a buscar enseguida.
III
Yo nunca fui partidario del duelo. Siempre lo tomé como un recurso arcaico, propio de polÃticos y bravucones. Pero ahora lo único que debÃa importarme era defender mi obra. SabÃa que la repulsa, o siquiera un signo de flaqueza, me traerÃa irremisiblemente la ruina.
Esa tarde cené a la hora de costumbre, con un buen barniz de sangre frÃa, de modo que mi esposa no se dio cuenta de la procesión que por dentro me andaba. Luego me dirigà a mi trabajo. En la puerta me esperaba un denso grupo de camaradas del Regimiento. Walter Ponce, Toribio Clavijo, Aquilino Valverde, Félix López, Antonio Soto, Gualberto OrellanaÂ? Enterados de que por la tarde me habÃan buscado en mi oficina dos coroneles, los muchachos pensaron que lo hicieron con miras a agredirme; entonces se habÃan armado muchos de ellos o todos, y ahora hallábanse prestos a defenderme. Lejos de mà el propósito de hacerles sospechar lo que ocurrÃa. Al contrario, le resté importancia a la tal visita y procuré despreocuparlos. Pero ellos se negaron a dejarme solo. Yo debÃa esperar en la redacción de "El PaÃs" el resultado de las conversaciones entre los padrinos y no hallaba modo de estar libre. En ese momento apareció mi hermano Diógenes, a quien lo separé del grupo para enterarle del lance. Ã?l no debÃa ignorar las circunstancias en que me hallaba, asà como mi otro hermano, que no tardó en acudir. Entonces uno se encargó de distraer y contener a los amigos y el otro fue a mi casa, a fin de hacer que mi esposa no extrañara mi ausencia, ya que por razones fáciles de comprender, yo tenÃa resuelto no pasar la noche con ella.
Me fui a la redacción de "El PaÃs", donde, charlando con DÃaz Machicao, esperé la definición del duelo. Recién después de la medianoche, apareció Mendizábal con el resultado: a primera sangre, esto es, hasta que uno de los contendores cayera, por lo menos herido; arma: revólver, distancia: 40 metros; lugar: orilla occidental de la laguna de Alalay; hora: al clarear el dÃa.
Por supuesto, DÃaz Machicao fue enterado de todo y en su casa pasé el resto de la noche. Nos levantamos a hora oportuna y aún tiempo para tomar algo de desayuno. Llegaron mis padrinos y los cuatro nos dirigimos al domicilio del doctor Walter Galindo, mi médico, quien nos ofreció su automóvil. DÃaz Machicao se quedó a esperar en la plaza central y nosotros tomamos el camino de Alalay. No puedo ocultar la verdad: en el trayecto me sentà invadido de miedo. Yo habÃa manejado el cañón y el mortero y el fusil; mas nunca habÃa empuñado el revólver. En cambio, mi adversario, como militar, se entendÃa seguramente a maravilla con esta arma, pues en el Chaco le habÃa visto siempre con un grueso revólver pendiente del cinto. Por otra parte, dentro de breves momentos me verÃa delante de un arma de fuego tendida contra mà lanzándome una, dos, quién sabe cuántas balas, una tras otra. Sin considerar la pericia del contendor, inclusive la casualidad podÃa hacer que un plomo viniese a alojarse en mi cabeza o en mi pecho. Con todo, como hacÃa en la lÃnea de fuego en los momentos difÃciles, hice de mis nervios un haz y los empuñé fuertemente.
Entretanto llegamos al lugar. El adversario ya estaba allÃ, de pie junto a su automóvil. Lo encontré blanco como el papel. "Bien -pensé entonces- él tiene más miedo que yo", y una ráfaga de confianza vino a refrescarme el ánimo.
Tras un cambio de ideas, los padrinos midieron la distancia, sortearon las armas, etc. A mà me tocó ocupar el lado sur y allÃ, en la raya me coloqué de espaldas al adversario. El juez de campo, coronel Barrientos, nos llamó a la reconciliación. Yo esperé que Peña y Lillo se pronunciara; él denegó la proposición y a mi vez dije que mantenÃa los términos expuestos en mi libro. Entonces se produjo la señal convenida. El adversario disparó antes que yo. Vi que habÃa ejecutado una perfecta media vuelta, como buen militar, aunque el zumbido de su bala no me llegó al oÃdo. En cambio, vi que mi bala levantaba menudos penachos de polvo en el suelo, en la dirección de su cuerpo. Entonces, me dije, bastante alentado: "No lo he hecho muy mal". El juez de campo nos volvió a exhortar, pero Peña y Lillo exigió que continuara el lance. En el segundo disparo también él se me adelantó. Entonces, ya sobre seguro, opté por tirar sobre un charco que habÃa en medio, algo a un costado, de suerte que mi bala produjo un muy pequeño rebullido en el agua. Con lo que el juez de campo dio por terminado el lance. Luego corrió a abrazarme, con una frase muy amable, el coronel de la Riva y añadió: "Ahora todo el agravio se ha borrado; ustedes tienen que darse la mano" "Yo no tengo inconveniente, mi coronel", le dije. Me condujo del brazo al punto, donde, inmóvil y rodeado de los otros padrinos y de los médicos, se hallaba mi adversario. Llegado delante de él, en silencio le tendà la mano. Ã?l no me la tomó; al contrario, me dijo: "No puedo darle la mano" o alguna otra cosa parecida, aunque no pidió que se prosiguiera el lance.
DÃaz Machicao habÃa puesto a mi disposición su diario, lo cual me permitió publicar de inmediato las dos actas elaboradas con las incidencias del duelo. Habiéndose promovido, con ello, un escándalo en la ciudad, no en detrimento mÃo, naturalmente.
El dÃa 15 de febrero la prefectura prohibió la venta de Repete; pero la orden llegó a la librerÃa en el momento en que acababa de venderse el último ejemplar.
Los militares de la guarnición tenÃan motivos para no quedar satisfechos con la actuación del coronel Peña y Lillo. Los muchachos del "Colorados", vigilantes y ubicuos, habÃan detectado una singular decisión de los oficiales: retarme a duelo todos ellos, pero uno tras otro, por turno, seguros de que alguno darÃa en el blanco. Por aquel entonces habÃa en la ciudad cuando menos un centenar de oficiales. El dÃa 14 de febrero mis compañeros del Regimiento lanzaron una declaración pública, según la cual ellos no me permitirÃan aceptar un nuevo lance, pero se sortearÃan, también, para batirse con todos cuantos en adelante me desafiasen, bajo la condición de que los retadores fueran auténticos excombatientes. Con lo que ya nadie se atrevió a invitare al "campo del honor".
De esa manera mis camaradas del Regimiento "Colorados" formaron delante de mÃ, con sus pechos, una muralla y mis adversarios vieron frustrados sus designios.
Jesús Lara. Cochabamba, 1898-1980. Poeta, novelista
y dramaturgo.
En: "Chajma", 1978