Loading...
Invitado


Domingo 28 de febrero de 2016

Portada Principal
Cultural El Duende

La riada

28 feb 2016

Gróver Suárez

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Era el noveno día de lluvia. Las aguas del río seguían creciendo. El caudal, que desbordó el lecho, lamía ya las orillas de la parcela.

Luciano, sabía que aquello era inevitable. En cualquier momento el turbión podía descuajar, en su impetuoso curso, el pequeño pegujal que se arrimaba al terraplén del ferrocarril. Era inevitable y, sin embargo, como tantas veces lo hiciera, se empeñaba en reforzar los "reparos", asentados en el borde ganado a la playa, que ridículamente intentaba oponerse a la riada.

Unos años antes, con la Reforma Agraria, había consolidado su posesión en ese pedazo de tierra, encajonado entre el río y la línea del Ferrocarril. No pudo entonces, escoger otro camino y se quedó ahí, en su pegujal, amarrado en la estaca de su esperanza. El molle y los higueros que plantara junto al morro, que servía de apoyo a su vivienda, llegaron a sombrear muchas horas de descanso. Al meterse en su casucha cruzó con pena el charco que se había formado en el lugar preferido para su samay (descanso). En el interior, Manuela, su mujer, se esforzaba por mantener encendido el fogón. Ahí estaban todos: su hijo Manuel, la pequeña Altagracia, los perros y las gallinas. Era el único lugar más o menos seco. La lluvia había remojado hasta las paredes del refugio. El aire cálido que aspiró estaba cargado de humo y le irritó la nariz y los ojos. Se abrió campo, como pudo, para acuclillarse en un rincón, recibiendo el plato de humeante lawa que le sirvió Manuela. Luego de escupir la coca que acullicaba, se frotó los labios con el puño de su camisa y sorbió con ruido la sopa de la loza.

-Tienes que ayudarme Manulso -dijo a su hijo-. Tú, también -agregó refiriéndose a su mujer, a tiempo que daba otro sorbo-. Ha tronado arriba bastante -continuó- las aguas están cargando basura, creo que no hemos de pasar de esta noche.

Luciano alargó el plato, señalando con la cabeza que deseaba repetir la ración y murmurando un reproche: "Estás haciendo humear mucho".

-Se ha terminado la leña -respondió la mujer, mientras trataba de mantener la hoguera agregando bosta al fogón.

-Ya has terminado, Manulso?

-Sí, no deseo más -dijo el mozo.

Luciano se incorporó y, con un ademán indicó a su hijo que le siguiera. Era cerca del mediodía y había mucho que hacer.

Los dos hombres se pusieron en faena, apircando piedras y troncos, a manera de diques, entre los aislados reparos (diques caseros). A cada momento se paraban para descansar, aprovechando esos lapsos, para secarse el agua que les mojaba los párpados. Hacía ya un buen rato que los cotenses con que se cubrían, se habían humedecido y en vez de protegerlos de la lluvia, estorbaban sus movimientos; empero, no hicieron ningún esfuerzo para sacárselos de encima.

Luciano sabía que la situación era grave. Sabía, desde mucho tiempo atrás, que aquello ocurriría alguna vez; sin embargo, él se había empeñado en labrar su parcela, en hacerla frutecer por muchos años. Tenía pena por su maizal que, ahora, alcanzaba su altura: el papalito, ennegrecido por la lluvia, y por el pequeño alfalfar de la playa que servía a su yunta. No quería imaginarse la tragedia, pero el agua estaba ahí cerca, llegando a su pegujal.

Anochecía ya, cuando acabaron su labor, transportando la última piedra, que servía de asiento para el batán.

Volvieron nuevamente a la habitación y la mujer les alcanzó dos camisas viejas y un pedazo de aguayo para que se secaran, acercándoles al mismo el mechero que alumbraba difusamente el pequeño recinto.

El muchacho arrastró unos cueros al lugar que le correspondía, mientras la madre preparaba, maquinalmente, igual cama para ella y su marido.

Manuela volvió a servir la lagua, que había recalentado Luciano, apenas sorbió un poco, alejó la loza a un lado, pues, la grasa, la había enranciado algo. Buscó su ch´uspa e inició el breve rito del pijchu, sentándose al borde de uno de los cueros. Manulso se enroscó a su lado y Manuela se enfrascó en la atención de su pequeña hija, cuyos berridos trataba de calmar, forzándola a tomar el pecho.

Afuera arreciaba el viento empujando la lluvia, y los relámpagos eran rebencazos de luz que azotaban el refugio.

-Parece que ya llega aquí -murmuró Luciano. Su mujer, ajustó la cría al seno y levantó los ojos, llenos de miedo, hacia el techo. No se equivocó llegaba el turbión. Se lo sentía por el ruido característico de las piedras al ser arrastradas por el caudal, de los árboles al ser arrancados de raíz y de la tierra que, estrepitosamente, se insumía en la masa de agua.

-Creo que son solamente truenos de tormenta -gimió Manuela, tratando de consolarse a sí misma.

Manulso, que no había podido dormir, se incorporó sentándose en su lecho: "¿Y� ahora?"

-Hay que arrear la yunta y los corderos hacia el cerro -respondió Luciano.

La mujer, comprendiendo lo que eso significaba, se puso a llorar balbuceando: "¡Dios mío, Dios mío!"

Luciano, como siempre, la dejó desahogarse, cuando pasaba algo grave en la casa, le correspondía a Manuela llorar, calladamente, y él se sentía igualmente aliviado. No recordaba haber llorado nunca. Bueno� sabía que a él, no le tocaba.

Los dos hombres bajaron a la playa alumbrándose con el mechero. A medida que fueron a cercándose al corralillo cercado de espinas, escucharon, con creciente claridad, el estrépito con que se anunciaba la riada. En el momento en que Luciano desataba el ganado sus ojos se dirigían hacia el río. Algunos relámpagos le permitieron una visión fugaz del siniestro, confirmándole sus temores: -Llocalla, ¿has visto? ¡Creo que ya no está la chujlla!

-¡No! No está ya, ¡todo está cubierto de agua! -respondió Manulso señalando la parte central del pegujal.

Cuando retornaron a recoger la alfalfa del corral, después de haber dejado el ganado en el cerro, comprobaron que el río había cubierto ya los reparos. En medio del atronador ruido con que aumentaba la creciente, escucharon algunos estampidos, eran árboles que caían al agua.

Manulso, desesperado, corrió hacia la cabaña gritando a su madre: -¡Ya está aquí, ya está aquí!

La mujer llamó a su marido: -Luciano, subamos al cerro, ¿qué puedes ya hacer, ahí abajo?

La noche estaba muy oscura y continuaba lloviendo. Luciano y los suyos asemejaban luciérnagas gigantescas tratando, a la luz de sus mecheros, de transportar sus cosas de la casucha al cerro; mientras tanto el torrente, voraz e inexorable se tragaba la parcela.

***

La mañana los sorprendió sobre un montículo, acurrucados al lado de sus trastos y sus animales. Apretujados, pegados unos a otros, con la mirada, un poco estúpida, perdida en el anegado horizonte.

Abajo, no quedaba sino eso: el río, que, habiendo barrido con todo, llegó a toparse con el cerro. Inclusiva se había llevado el terraplén del ferrocarril; apenas quedaban pedazos de rieles, unidos a sus durmientes, como escaleras abandonadas al pie de una fortaleza.

Manuela ya no sollozaba. Sus ojos seguían húmedos y sus lágrimas se emulsionaban con las gotas de lluvia.

Manulso tenía en su regazo el cordero más pequeño. Más atrás, el ganado dibujaba una borrascosa sombra indefinible.

-¡Este es un castigo! -sentenció Manuela.

Luciano no comprendía, ni comprendería nunca: ¿Castigo?... ¿Y a ellos? ¿Por qué?

-Pudo haber sido peor -se dijo.

Sí, hasta se había llevado la línea del ferrocarril. Luego. Volviéndose a su mujer le consoló:

-¡Ya no llores! ¿No has visto que hemos salvado la yunta?

* Gróver Suárez García. Cochabamba, 1928-1980.

Abogado, narrador y deportista.

Para tus amigos: