Unos años antes, con la Reforma Agraria, habÃa consolidado su posesión en ese pedazo de tierra, encajonado entre el rÃo y la lÃnea del Ferrocarril. No pudo entonces, escoger otro camino y se quedó ahÃ, en su pegujal, amarrado en la estaca de su esperanza. El molle y los higueros que plantara junto al morro, que servÃa de apoyo a su vivienda, llegaron a sombrear muchas horas de descanso. Al meterse en su casucha cruzó con pena el charco que se habÃa formado en el lugar preferido para su samay (descanso). En el interior, Manuela, su mujer, se esforzaba por mantener encendido el fogón. Ahà estaban todos: su hijo Manuel, la pequeña Altagracia, los perros y las gallinas. Era el único lugar más o menos seco. La lluvia habÃa remojado hasta las paredes del refugio. El aire cálido que aspiró estaba cargado de humo y le irritó la nariz y los ojos. Se abrió campo, como pudo, para acuclillarse en un rincón, recibiendo el plato de humeante lawa que le sirvió Manuela. Luego de escupir la coca que acullicaba, se frotó los labios con el puño de su camisa y sorbió con ruido la sopa de la loza.
Luciano alargó el plato, señalando con la cabeza que deseaba repetir la ración y murmurando un reproche: "Estás haciendo humear mucho".
-Se ha terminado la leña -respondió la mujer, mientras trataba de mantener la hoguera agregando bosta al fogón.
-Ya has terminado, Manulso?
-SÃ, no deseo más -dijo el mozo.
Luciano se incorporó y, con un ademán indicó a su hijo que le siguiera. Era cerca del mediodÃa y habÃa mucho que hacer.
Los dos hombres se pusieron en faena, apircando piedras y troncos, a manera de diques, entre los aislados reparos (diques caseros). A cada momento se paraban para descansar, aprovechando esos lapsos, para secarse el agua que les mojaba los párpados. HacÃa ya un buen rato que los cotenses con que se cubrÃan, se habÃan humedecido y en vez de protegerlos de la lluvia, estorbaban sus movimientos; empero, no hicieron ningún esfuerzo para sacárselos de encima.
AnochecÃa ya, cuando acabaron su labor, transportando la última piedra, que servÃa de asiento para el batán.
Volvieron nuevamente a la habitación y la mujer les alcanzó dos camisas viejas y un pedazo de aguayo para que se secaran, acercándoles al mismo el mechero que alumbraba difusamente el pequeño recinto.
El muchacho arrastró unos cueros al lugar que le correspondÃa, mientras la madre preparaba, maquinalmente, igual cama para ella y su marido.
Manuela volvió a servir la lagua, que habÃa recalentado Luciano, apenas sorbió un poco, alejó la loza a un lado, pues, la grasa, la habÃa enranciado algo. Buscó su ch´uspa e inició el breve rito del pijchu, sentándose al borde de uno de los cueros. Manulso se enroscó a su lado y Manuela se enfrascó en la atención de su pequeña hija, cuyos berridos trataba de calmar, forzándola a tomar el pecho.
Afuera arreciaba el viento empujando la lluvia, y los relámpagos eran rebencazos de luz que azotaban el refugio.
-Parece que ya llega aquà -murmuró Luciano. Su mujer, ajustó la crÃa al seno y levantó los ojos, llenos de miedo, hacia el techo. No se equivocó llegaba el turbión. Se lo sentÃa por el ruido caracterÃstico de las piedras al ser arrastradas por el caudal, de los árboles al ser arrancados de raÃz y de la tierra que, estrepitosamente, se insumÃa en la masa de agua.
-Creo que son solamente truenos de tormenta -gimió Manuela, tratando de consolarse a sà misma.
Manulso, que no habÃa podido dormir, se incorporó sentándose en su lecho: "¿YÂ? ahora?"
-Hay que arrear la yunta y los corderos hacia el cerro -respondió Luciano.
La mujer, comprendiendo lo que eso significaba, se puso a llorar balbuceando: "¡Dios mÃo, Dios mÃo!"
La mañana los sorprendió sobre un montÃculo, acurrucados al lado de sus trastos y sus animales. Apretujados, pegados unos a otros, con la mirada, un poco estúpida, perdida en el anegado horizonte.
-¡Ya no llores! ¿No has visto que hemos salvado la yunta?
* Gróver Suárez GarcÃa. Cochabamba, 1928-1980.
Abogado, narrador y deportista.
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