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El panorama que se abre ahora ante nuestros ojos tiene una grandeza muy distinta. No son ya los yermos desolados ni las vertiginosas alturas. A la austeridad de la naturaleza y a la señera originalidad de las ciudades de la altiplanicie, han sucedido las feraces llanuras y las selvas vÃrgenes. Tierras cuya fecundidad desconcierta y abruma, tal es su profusión de flores y de plantas monstruosas propias para ilustrar las más exasperadas concepciones de un arte decadente. Y sin embargo -afirman los viajeros-, la soledad de los bosques es más terrible que la de los áridos desiertos. Es la suya una soledad inquieta, preñada de amenazas. Es aquel un "infierno verde" en el que los demonios acechan de todas partes, asumiendo las más variadas formas.
En su poema Selva profunda, Gregorio Reynolds consigue dar una visión, acaso un poco recargada y prolija -como la selva misma- de ese mundo en que la naturaleza parece entregarse a una desenfrenada orgÃa de colores, de formas, de sonidos, de perfumes y hasta de sabores. Es la del bosque una sinfonÃa en contrapunto ante la que la capacidad de captación de los sentidos se embota o se exacerba.
Esta misma sensación de abandono y de temeroso desasosiego produce la lectura de ciertos capÃtulos de la novela Páginas bárbaras de Jaime Mendoza, apasionante relación de la vida y las costumbres de los siringueros en el mal llamado Territorio Nacional de Colonias, contiguo al departamento del Beni, que tuvo, hace de treinta a cuarenta años, su era de fantástica prosperidad. Mendoza, el infatigable huroneador en la intrincada maraña de los problemas nacionales, se sintió un dÃa atraÃdo por el grandioso al par que trágico misterio que envuelve aquel territorio comprendido en lo que se conoce con el nombre de "Oriente Boliviano". (Â?)
Sobre su cadera recia y prominente / caen tus cabellos con sensualidad, / semejando un rÃo de rauda corriente / hecho de perfumes y de oscuridad. / La brisa que corre por los naranjares / y agita las hojas del cacaotal / al cantar sus leves trovas pasionales / juega con tus rizos de oscuro espiral. / Nadie hay que supere tu gracia divina / cuando vas tendida / sobre un carretón, / o cuando contemplas / el sol que declina / desde el camarote / de una embarcación.
"Â? Un haz de luz en abanico acababa de infiltrarse por una brecha abierta arriba en el follaje, y al punto una rauda pincelada de sol titiló por un instante en la mole del monstruo. Vagamente los exploradores discernieron a aquella fugaz claridad algo que acrecentó su emoción, al mismo tiempo que vieron aparecer allá donde poco antes habÃa estado la boa, un soberbio jaguar del porte de un león africano. Paso a paso, los ojos clavados en el reptil, azotándose ora despacio, ora con precipitación los flancos con su encrespada cola, avanzaba a medida que la serpiente retrocedÃa".
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