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Domingo 26 de febrero de 2012

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Revista Dominical

El diablo de la envidia

26 feb 2012

Fuente: La Patria

Por: Víctor Montoya - Escritor boliviano radicado en Estocolmo

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— Ahora vas a saber lo que es la envidia — dijo mi abuela, conduciéndome de la mano hacia la avenida por donde cruzarían los danzarines del fastuoso Carnaval de Oruro, bailando por las principales arterias de la ciudad hasta llegar al Santuario del Socavón, donde está el templo de la Virgen de la Candelaria.

— ¿Por qué los mineros se disfrazan de diablos y bailan la diablada? — le pregunté a mi abuela, intentando seguir el ritmo de sus pasos.

— Porque es una forma de rendirle homenaje al Tío de la mina, a quien se le debe respetar y no causarle enojo alguno — contestó como revelándome un secreto infernal. Luego me miró de reojo y añadió—: Pero la diablada se baila también para honrar a la Virgen del Socavón, que es la Patrona milagrosa y protectora de los mineros y sus familias. A ella se debe, en realidad, esta tradición pagano-religiosa y a ella se le rinde culto y devoción, desde que fue descubierta en el cerro Pie de Gallo, donde estaba ubicada la humilde choza del Chiru Chiru…

— ¿Y quién fue el Chiru Chiru? — pregunté con la curiosidad propia de los niños.

Mi abuela me apretó de la mano, batió el aire con su magnífica corpulencia y contestó:

— Según contaron los habitantes de la Villa de San Felipe de Austria, que es así como se llamaba antiguamente esta ciudad, el Chiru Chiru era el apodo de un famoso ladrón que asaltaba a las familias ricas para después repartir el botín entre los pobres, pero no por caridad sino por el interés de que lo protegieran en caso de peligro…

Yo caminaba a su lado, tropezando con las graderías de madera construidas a lo largo de las aceras, mientras el sol asomaba tímido entre las nubes que, a lo lejos, parecían desatarse en chubascos. Pero los espectadores, indiferentes al tiempo y vestidos con sus mejores prendas, hablaban, reían, comían y bebían como si estuvieran en el mejor de los mundos.

Mi abuela caminaba a trancos, hablando con voz agitada, y yo miraba cómo una pandilla de rapazuelos reventaba globos inflados con agua sobre las nalgas y los pechos de las muchachas que corrían de un lado a otro, chillando a viva voz y cubriéndose la cabeza con las manos.

En las calles céntricas de la ciudad, adornadas con banderines que flameaban al viento, era casi imposible avanzar entre el tumulto, aparte de que todos los asientos de preferencia estaban ya ocupados por las familias que mi abuela llamaba decentes, a las cuales se las reconocía por el modo de hablar, de vestir y de mirar.

Cuando llegamos a la Avenida Cívica, en medio de un ir y venir de transeúntes, buscamos un sitio dónde pararnos para ver la Entrada del Carnaval, cuya procesión estaba encabezada por la Virgen en andas, el alcalde, el arzobispo y otras autoridades importantes. Por detrás iban los cargamentos de platería, simbolizando las riquezas extraídas del vientre de la montaña, y las diferentes fraternidades de danzarines haciendo gala de su música, sus trajes y coreografías.

Las fraternidades, seguidas por bandas de músicos que demostraban destreza en el dominio de sus instrumentos, cruzaron bailando por la Avenida Cívica, donde algunos niños, apiñados en las graderías, sorbían helados y refrescos de moq’ochinchi. Los hombres bebían cerveza Huari y jarras de chicha, en tanto las mujeres servían platos de ají de sesos, lengua, patitas, cola de vaca y cordero. Y, en medio de la fiesta llena de alegría y colorido, no faltaban quienes comían ranga-ranga y ch’arkhikan, con pan khasi y llaj’wa.

Al entrar la fraternidad de los diablos, cuya música repercutía a lo lejos, yo y mi abuela, abriéndonos espacio casi a empujones, logramos ubicarnos en un buen sitio, donde los diablos, separados en dos columnas, ejecutaban una coreografía demoníaca, brincando y agitando pañolones en el aire. Por adelante, en medio de jukumaris y mallkus, avanzaba el arcángel San Miguel, la máscara blanca como el estuco y el traje celestial. Detrás de él marchaban Lucifer, Chinasupay y la corte de diablos arrepentidos que personificaban los siete pecados capitales. Se los podía distinguir por el color de sus máscaras: la soberbia, roja; la avaricia, negra; la lujuria, anaranjada; la ira, guinda; la gula, azul; la pereza, verde, y la envidia era amarilla.

— Ahora, acércate y mira — dijo mi abuela, dándome un leve empujón en la espalda.

Yo me aparté de su lado y, abriéndome paso entre la gente, logré escabullirme por entre los diablos de trajes bordados y máscaras feroces, hasta que por fin pude ver de cerca el reto a muerte entre el Bien y el Mal. A tres brazadas de mis ojos estaba el arcángel San Miguel, las alas desplegadas, la espada desenfundada, los botines de media caña, el buzo ceñido al cuerpo, el faldellín plisado, el casco reluciente, la coraza metálica y la máscara de personaje celestial: labios delgados, pómulos rosáceos, dientes brillosos y ojos transparentes como el cielo despejado del altiplano.

Después, bajo el sol que aparecía y desaparecía entre las nubes, concentré mi atención en el diablo de máscara amarilla, que representaba la envidia como pecado capital, pues según me contó mi abuela, éste era uno de los ángeles rebeldes que fue expulsado del cielo y lanzado al infierno en calidad de diablo, por oponerse a Dios en todos sus propósitos y acciones, y por engañar al género humano. Todo comenzó en un tiempo sin tiempo, cuando el arcángel San Miguel libró una gran batalla contra el dragón de siete cabezas y diez cuernos. El dragón, secundado por sus huestes de ángeles rebeldes, se defendió de los ataques con garras y colmillos; pero al fracasar, quedó claro que no había ya lugar para él en el cielo. Entonces fue desalojado del reino de Dios y arrojado al abismo, con una llave y una cadena en la mano. La Tierra abrió su boca y se lo tragó entero. Allí, en esas prisiones de oscuridad eterna, donde los mineros lo han convertido en su Tío, vive todavía el dragón como príncipe de las tinieblas, encadenado a una roca y esperando el juicio final.

Yo estaba impresionado por la fisonomía del diablo de la envidia. Me senté en el suelo y le seguí los pasos con la mirada, mientras a mis espaldas se oía el runruneo de la gente, que batía palmas cada vez que el espectáculo callejero adquiría dimensiones teatrales.

El arcángel San Miguel, adarga y espada en mano, repetía palabras ininteligibles y caminaba alrededor del diablo, cuyas facciones demoníacas infundían espanto y temor; sus ojos, grandes como bombillas de colores, daban la sensación de haberse salido de sus órbitas; la serpiente de tres cabezas, que se descolgaba de su frente y asomaba por su nariz, parecía retorcerse amenazante y peligrosa; tenía los párpados abultados, las orejas largas y los labios puntiagudos, que enseñaban una expresión de furia y sostenían un sapo entre sus dientes. La luminosidad de su traje, salpicado de arañas, lagartos y serpientes, se apareció ante mis ojos como un disfraz hecho de luces y cristales. Sólo entonces, como trasladado al mundo infernal de las tinieblas, comprendí porqué mi abuela, cada vez que me sorprendía en la plenitud de mis travesuras, me decía a voz en grito: “¡Te van a llevar los diablos!”

Aunque estaba asediado por los espectadores, que gozaban con el espectáculo lleno de exuberancia y folklore, me quedé taciturno y boquiabierto, porque la persona portadora del traje, haciendo sonar los toques de pedrería de su pechera y faldellín, no pretendía ser un diablo sino que era el mismo diablo, generador de vicios y maleficios. Se movía a trompicones y rugía con voz profunda. A ratos, mientras miraba sus botines y guantes que lucían relieves de animales venenosos, me imaginaba que su máscara era la réplica exacta de la cara del Tío de la mina, donde los mineros, masticando hojas de coca y bebiendo sorbos de quemapecho, ejecutaban la danza infernal en honor al demonio.

— ...He causado más daño que ninguno — confesaba el diablo de la envidia, moviéndose con la mirada puesta en el arcángel San Miguel— . Soy el más miserable de la existencia y por eso tengo la cara amarilla... Sobre mí pesa la maldición eterna, que es tan horrible como el veneno que me trago en medio de atroces sufrimientos... Tú, arcángel San Miguel, déjame ir; sé que mi presencia te repugna... Deja recogerme al antro donde yo mismo me devoro en una envidia sorda... Tú, que pisas sobre escorpiones y serpientes, sabes que mi lugar no está entre los hombres de este reino, sino entre los demonios que habitan los fangos y las llamas del infierno...

El arcángel San Miguel, que se movía con gallardía y lo tenía a raya con su espada, le recriminaba:

— Tú, que eres el ángel rebelde, quien desoyó la voz de Dios y cayó como un rayo del cielo, estás condenado a vivir en el paraíso de las serpientes venenosas. Allí está tu lugar, allí te esperan tus semejantes, con ellos vivirás y padecerás los dolores que causan los pecados capitales. Miserable eres y como miserable acabarás, así tengas de piedras preciosas tu vestidura; de topacio, jaspe, rubí y diamante; de oro, zafiro, granate y esmeralda... Tú, que eras querubín grande y protector del santo monte de Dios, donde te paseabas alegre entre las piedras de fuego, te convertiste en la bestia más horrible e inmunda que pisa la Tierra... Perfecto eras en todos tus caminos desde el día en que fuiste creado, hasta el día en que te aliaste con el dragón de siete cabezas y diez cuernos. Desde entonces se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor y encarnaste la envidia como pecado mortal… Desde entonces estás condenado a vivir en medio de sufrimientos atroces, tragándote el amargo veneno que destila tu corazón…

— Todo está dicho ya, arcángel San Miguel, poderoso vencedor y protector de los reinos celestiales. Soy espíritu maligno y mis maldades cubren la Tierra como las aguas cubren el mar — decía el diablo, resoplando tristemente—. Soy pecador impenitente, embustero y calumniador… Soy el diablo que hiere a los hombres con furor, el que señorea las naciones con ira y castiga a los adversarios con crueldad. Y lo que es peor, la envidia que siento por los demás es el veneno que devora mis entrañas… ¿No ves cómo sufro? ¡Apronta ya tu espada y mátame luego con ella!…

El arcángel San Miguel se alzó sobre la punta de los pies y, apuntándole con la espada, le asestó una certera estocada en el pecho. El diablo rugió como bestia y se desplomó contra el suelo, a tiempo de que el arcángel, batiendo sus alas como abanicos, daba vueltas como un gallo de corral, trasluciendo su aura de potestad, digna de ser admirada y respetada.

Me retiré del lugar y volví hacia donde estaba mi abuela; tenía los ojos húmedos y la respiración atascada. Sentía pena por la pena del diablo de la envidia, quien, retorciéndose entre espasmos de dolor, fingía morirse entre los diablos que, brincando al compás de la música que hacía vibrar el ámbito, seguían su marcha en dirección al santuario de la Virgen del Socavón.

— Ahora sabes lo que es la envidia, ¿no? — dijo mi abuela, mirándome por encima del hombro.

— Sí — contesté con voz quebrada—. Ahora sé que el envidioso es un ser repugnante como ese diablo de máscara amarilla…

De vuelta a casa, mi abuela me tomó de la mano y me condujo entre el caos de la multitud, que iba y venía bajo un cielo más nublado que antes. Caminé cabizbajo y en silencio, sin dejar de pensar en que tanto el diablo de la envidia como el arcángel San Miguel eran los personajes que representaban las virtudes y los defectos humanos, como si fuesen el anverso y el reverso de una misma moneda.

Por la noche, impactado todavía por la fantasía de los trajes y las máscaras de los diablos, comí la cena que mi abuela recalentó en la hornilla y me acosté persignándome tres veces, para que esos seres infernales no se me aparecieran en los sueños ni mi abuela volviera a repetirme la frase: “¡Te van a llevar los diablos!”.

GLOSARIO

Ch’arkhikan: Plato de comida que se prepara con carne de llama secada al sol.

Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.

Huari: Deidad mitológica de los urus, protector de los auquénidos y personaje simbolizado por el Tío de la mina.

Khasi: Fácil de rasgar.

Jukumari: Oso. Simboliza la fuerza del pueblo andino, pero también la penetración europea en el territorio de los urus.

Llaj’wa: Picante hecho con tomate, locoto, killkiña (planta aromática) y un poco de sal que se muele en batán.

Mallku: Cóndor. Deidad de la teogonía andina.

Moq’ochinchi: refresco de durazno seco.

Quemapecho: Aguardiente con alto grado de alcohol.

Ranga-ranga: Comida preparada con panza de vaca, patata, chuño, ají amarillo en vaina cocido con un ahogado (guiso), cebolla y tomate picados.

Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.

Fuente: La Patria
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