A propósito del creciente racismo en Europa

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Cierto día, mientras veía en la televisión un programa sobre la violencia desatada por una banda de racistas y xenófobos, mi hijo, que en ese momento jugaba tendido de bruces sobre la alfombra, se aferró a mi brazo, acercó sus ojitos dubitativos hacia mi rostro y, con voz trémula, me dijo: “¿Papá, nos matarán también a nosotros porque tenemos el pelo negro?” Yo lo miré perplejo, con un nudo en la garganta y sin saber qué responder. Después, él volvió a jugar, y yo, sin salir aún de mi asombro, me quedé pensando en la pregunta que, en apariencia ingenua, reflejaba la fría realidad que mostraban en la pantalla, una realidad que desangraba la democracia y la armoniosa convivencia ciudadana.

Sé de sobra que a mi pequeño hijo, por algún tiempo más, no podré explicarle que el racismo es la expresión hipertrofiada de un componente de la personalidad humana: el temor al “extranjero”, a lo raro, a lo desconocido. Es decir, que la ideología fascista es la expresión extrema, racionalizada y colectivizada de ese rechazo del “extranjero”. No hay más que recordar los recientes acontecimientos acaecidos en algunos países europeos, entre ellos en la siempre temida Alemania unificada, donde los neonazis dicen que ellos ejecutan acciones que son determinadas por los propios ciudadanos, quienes son potencialmente xenófobos en el silencio. Por ejemplo, en Rostock, ante los turbulentos atentados racistas, las mismas fuerzas del orden parecían tener más simpatía por los neonazis que por las manifestaciones de la izquierda, o en Lichtenhagen, donde miles de habitantes prorrumpieron en aplausos y gritos a favor de los energúmenos fascistas que, visto el éxito de sus acciones, lanzaron piedras y explosivos de fabricación casera contra los albergues de extranjeros, en especial de gitanos rumanos.

Explicarle a un niño que no debe hablarse de categorías de individuos, sino sólo de individuos independientemente del color de la piel y la nacionalidad -ya que la identidad de un país no se forma en un cuarto vacío, sino en una colectividad que constituye casi siempre una suerte de ensamble multicultural-, resulta tan difícil como explicarle la razón por la cual estoy en un país que me brindó asilo político cuando más lo necesitaba. No me entendería si le digo que soy un refugiado más, porque en mi propio país de origen me opuse contra un régimen de facto que asaltó el poder irrumpiendo la democracia, contra quienes hicieron desaparecer impunemente a militantes revolucionarios, contra quienes, organizados en “escuadrones de la muerte”, lincharon a niños y violaron a mujeres, contra quienes, acostumbrados a vulnerar los Derechos Humanos, torturaron y asesinaron con frialdad pavorosa y contra quienes, como los neonazis en la Unión Europea, usaron la violencia como el único y último recurso para imponer sus prerrogativas.

Pero estoy seguro de que mi hijo, como los otros niños que nacieron en el exilio, un buen día sabrá que a los ciegos de hoy les quitaremos la venda de los ojos para mostrarles que la realidad de un país no es lo que ellos quieren ver, sino otra cosa, un enorme abanico que compendia todos los colores, olores, lenguas, credos y culturas, y que el proceso de la democracia, así no haga milagros pero tampoco estragos, es algo que debemos de aprender a defender, para que el sueño de la libertad y la justicia no se haga añicos por la sola presencia del exacerbado nacionalismo xenófobo, que no tiene más importancia que la que en realidad tiene; primero, porque no representa a una opinión mayoritaria; y, segundo, porque son una pandilla de cretinos que, más que odio, merecen pena.

Ahora bien, como todos los demócratas, quiero conservar la libertad de opinión y expresión, pero también la seguridad ciudadana, puesto que al fin y al cabo quiero que me dejen vivir en paz y en completa armonía con los demás. Quiero que se sepa, además, que no estoy dispuesto a enmudecer ante las bravatas y la violencia verbal de un grupúsculo de resentidos sociales y, mucho menos, dispuesto a dejarlos enarbolar las banderas de una ideología que amenaza la convivencia social y siembra el pánico entre los niños.

Mi experiencia personal es apenas el pálido reflejo de una realidad que afecta a millones de familias extranjeras a lo largo y ancho de Europa, pues hace un tiempo atrás, un padre de familia me confesó con un dejo de tristeza: “No hay una sola noche en que mi hijo deje de enfrentarse con los “skinheads” (cabezas rapadas). Si una noche no lo atacan a él, lo atacan a su amigo o al amigo de éste. De modo que mi hijo, que llegó a Suecia siendo aún niño, pertenece ya a una generación que está marcada por la propaganda racista y el menosprecio contra el ‘cabeza negra’. ¿No sé qué hacer?”

La preocupación de este padre es comprensible desde todo punto de vista, pues se trata de un individuo que, huyendo de una dictadura militar que asolaba su país, se refugió en Suecia con la esperanza de ofrecer un futuro mejor a sus hijos; un sueño que se tornó en pesadilla la vez en que su hijo llegó a casa hostigado por un grupo de neonazis, que lo acosaron desde la escuela, gritándole al unísono: “¡Cabeza negra, fuera de nuestro país!”

Esta pandilla de resentidos sociales, cuyos ídolos son Hitler, Mussolini, Franco o el “laserman” (el asesino que disparó contra varios inmigrantes en las oscuras calles de Estocolmo), fueron reclutada desde los 14 años de edad por algunas organizaciones de la extrema derecha, con el propósito de crear una corriente de opinión destinada a desbaratar la política de inmigración del gobierno y oponerse a la mezcla de razas y culturas.

Esta política racial, que pretende legitimar la existencia de una raza “fuerte” y otra “débil”, de una raza supuestamente “superior” y otra “inferior” (compuesta por judíos, gitanos, indios, negros y homosexuales), reaviva la mentalidad del nazismo alemán, cuyas consecuencias, aparte del holocausto en el cual perdieron la vida millones de personas, fueron “la noche de los cristales rotos” y “los cuchillos largos”, en que centenares de tenderos judíos fueron amedrentados y asesinados por bandas de fascistas armados. Sobre los letreros de las tiendas se pusieron advertencias que decían: “prohibido el ingreso de perros y judíos”, y sobre las ropas de los judíos se coció la estrella de David para que sean fácilmente identificados a la hora de ser deportados a los campos de exterminio.

El racismo, que no es una rara perversión diabólica ni un fenómeno natural del instinto humano, es una teoría que admite la existencia de “razas dominantes” y “razas dominadas”; y, lo que es más grave, es una teoría que algunos la llevan a la práctica de manera brutal, como en el caso de ese muchacho de origen africano que, en noviembre de 1995, fue acuchillado en una pequeña ciudad de Suecia, donde la sola presencia de un 9% de inmigrantes (en una población de 18.000 habitantes), fue suficiente para despertar los instintos gregarios de un grupúsculo de muchachos que, luciendo cruces esvásticas, vestimentas del Ku Kux Klan, botines de caña alta y cazadoras americanas, aterrorizaron a varias familias de inmigrantes, quemando cruces, pintarrajeando paredes y destrozando las tiendas y los restaurantes administrados por extranjeros, hasta llegar al extremo de haber asestado el frío metal de un cuchillo en el pecho de un muchacho africano, quien murió desangrado en una de las calles céntricas de la ciudad.

Los peatones lo vieron tumbado entre los arbustos, pero ninguno acudió a socorrerlo ni a denunciar el caso en la policía; es más, uno le arrojó una cáscara de banano en actitud de desprecio, mientras otro depositó al lado de su cadáver un bola de carbón que representaba la cabeza de un muñeco negro. Los peatones parecieron no haberse percatado de que el hombre estaba muerto, pues algunos, incluso, pensaron que se trataba de un “negro borracho”, durmiendo en plena calle y a plena luz del día.

Sin embargo, lo que más extraña de esta actitud pasiva y contemplativa, que puede tornarse en un arma tan peligrosa como el acto mismo de ejecutar un crimen fríamente planificado, es el hecho de que ningún político de la cúpula gubernamental haya dicho: “esta boca es mía” ni que este caso haya sido motivo suficiente para generar una protesta nacional contra los culpables, quienes, con el cinismo, la impunidad y la insensatez que caracterizan a los criminales en potencia, usaron la atención de la prensa para difundir su propaganda de intimidación contra los inmigrantes, quienes, según ellos, son los causantes de todos los males que sociales y económicos aquejan al país.

Con todo, pienso que la consigna de resistencia es clara y contundente: no debemos dejarnos intimidar por las bravatas ni las fechorías de esta pandilla de resentidos sociales; por el contrario, debemos cerrar filas en torno a las organizaciones que no están dispuestas a tolerar el racismo, “la exaltación del poder blanco” ni la propaganda nazi, que se distribuye abiertamente a nombre de la democracia y la libertad de expresión, aun sabiendo que el totalitarismo fascista, que reconoce al individuo sólo en la medida en que sus intereses coinciden con las del Estado absoluto, no tiene lugar en un sistema político pluralista, basado en el respeto a la diversidad de razas, lenguas y culturas.

Los inmigrantes estamos en el deber de esclarecer que la crisis económica de un país, como la crisis estructural de un sistema, no se resuelve con la discriminación y la expulsión de los extranjeros, sino con la participación colectiva en las decisiones del Estado y con la distribución equitativa de la economía que hoy está concentrada en pocas manos. Por lo demás, así los inmigrantes abandonaran Suecia, los racistas seguirían atacando a otros grupos segregados de la sociedad, como son los impedidos, los homosexuales y los ancianos, puesto que tanto el racismo como el nazismo militante son criaturas de un mismo monstruo, cuya ideología está enfrentada a la democracia y a las normas de convivencia ciudadana.

Fuente: LA PATRIA