Vivir en el siglo XXI nos obliga a una exploración continua del futuro para imaginar posibilidades, retos, propósitos, proyectos y sueños. Una de las grandes limitantes al visualizar el futuro de la escuela y sus actores es que lo realizamos desde el corto plazo, difusa y fragmentariamente. Hoy como nunca, los tiempos obligan realizar proyectos de largo plazo, integrantes, sostenidos, analíticos, criticando las supuestas verdades establecidas en paradigmas superados, evaluando las tendencias y explorando los posibles cambios.
Tenemos que pensar cómo podemos insertarnos en este inédito proceso, excesivamente dinámico, de cambio paranoico, incierto, complejo en todos los campos, cada vez con mayores componentes o elementos interconectados entre sí, con un enorme peso en redes, tecnología e información; lo que ocurre en un país afecta prácticamente a todos los demás.
Nuestras teorías y modelos para explicar el mundo resultan incapaces de representarlo y comprenderlo ante su creciente complejidad; ni métodos ni paradigmas conocidos logran interpretar de manera cabal el problema. El pasado se caracterizó por largos periodos de relativa calma (estabilidad), con interrupciones de abruptos movimientos de cambio (revoluciones). Desde ahora todo apunta a que debemos acostumbrarnos a vivir largos periodos de cambio (revolución permanente), interrumpidos por breves lapsos de calma (pausas), para replantear más cambios. En el pasado se pensó conducir los sistemas buscando controlar procesos, aparentando la direccionalidad de los acontecimientos (positivismo).
Desde ahora nos vemos obligados a adquirir capacidad y flexibilidad para desplazarnos sobre las olas del cambio, aprendiendo a vivir bajo el síndrome de la innovación, de lo irrepetible, de la modificación del tiempo y el espacio tradicionalmente conocidos. Aunque en la sociedad no se percibe un entusiasmo pleno por el cambio, ante la transformación de estructuras sociales, educativas, culturales, económicas y políticas hay personas que prefieren dejar pasar el movimiento, reconociendo que están en juego sus imágenes, símbolos, iconos, exaltaciones del poder, en fin, su mundo de "apariencia de estar y permanecer" en una estructura que dio lo que tenía que dar y no se modificó. ¿Ahora los maestros se sienten parte de los cambios? ¿Estarán en el ancla o en el timón de la nave conduciéndola a puerto seguro? ¿Cuál es el faro que guía la ruta?
Las cosas aparentan estar cambiando pero las condiciones humanas o de convivencia siguen Igual, es decir, parecen estar dándose más en la forma que en el fondo, y parece que las personas se dejan llevar por lo que ocurre en la capa de la estructura simbólica, donde lo contingente, lo ambivalente, la incertidumbre y la paradoja terminan por apropiarse de sus comportamientos, anteriormente cobijados bajo el manto protector y homogeneizante de la patria, la religión y otras identidades del modelo que en el pasado despedía ciertas sensaciones de equilibrio, pero donde hoy permea el desequilibrio.
El individuo enfrenta una falsa imagen de libertad, provocada por un capitalismo que ha devorado las bases de la cohesión social y los mecanismos cooperativos; asimismo, enfrenta una sociedad dinámica pero también competitiva y depredadora. Mientras, el sistema termina por despreciar a los que no son imprescindibles, a los perdedores, arrojándolos la mayor parte de las veces a la desesperación y amargura. Se prefiere al hombre que pueda intercambiar sus piezas, que se le puedan añadir otras nuevas para adaptarse a una multiplicidad de funciones y necesidades e incorporarlo a una sociedad "multi-reticular". No puede, por tanto, ser el destinatario de políticas que exigen personas integrales, de una sola pieza, porque sus vínculos son casi siempre atemporales, en la vida asociativa o en la privada. El peligro de este tipo de vida es cuando las piezas no logran engranar adecuadamente en la maquinaria y deriva en la in-certidumbre, generando sensaciones de orfandad, desamparo e inseguridad, más que la clásica alienación.
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