Cuando se abordan temas relativos a la democracia y derechos humanos, es necesario referirse al término “ciudadanía”. Sin embargo, o siempre en todos los casos los alcances del concepto utilizado son los mismos. En algunas ocasiones se alude al vínculo político que une al individuo con el Estado, en definiciones más amplias se comprende además a las relaciones interindividuos; en otras, al ejercicio de las funciones públicas en no pocos casos a las expresiones conceptuales que nos permitan tener claridad respecto de los alcances de la ciudadanía.
Vemos pues, que la ciudadanía tiene una doble acepción, de un lado ligado a la persona y de otro a la sociedad. De este modo, la ciudadanía consiste “En el grado que una persona individual posee para controlar su propio destino a interior de una sociedad; pero al mismo tiempo la ciudadanía depende también del grado de “sujeción” de la persona al grupo al que pertenece, multiplicado por el grado de influencia o de representación que dicha persona tiene en el gobierno o conducción de la sociedad”. Siguiendo esta lógica, la ciudadanía no se puede medir únicamente desde la persona individual sino en el contexto del sistema normativo de una sociedad.
Estamos por tanto, ante un concepto complejo y como veremos más adelante hasta controvertido no sólo en sus acepciones sino también en su desarrollo histórico.
Un poco de historia
Los principios fundamentales de la Revolución Francesa (1789) fueron los mismos que motivaron a los americanos en su lucha emancipadora y que fueron plasmados en sus declaraciones y textos constitucionales: La libertad y la igualdad. La noción de igualdad, que fue desarrollada por Rousseau, relaciona este derecho -y a la vez principio fundante del Estado Democrático de Derecho-, con el concepto de ciudadanía. Precisamente, en esta relación entre ciudadanía e igualdad encontramos el nudo de las desigualdades de la época, situaciones que de algún modo todavía subsisten.
Digo esto porque hablar de ciudadanía no suponía referirse a todos los seres humanos, ni siquiera a todos los hombres (entiéndase varones). Los ciudadanos de la época de la revolución eran un grupo minoritario de varones que debían cumplir con determinadas condiciones relacionadas fundamentalmente, a aspectos de naturaleza patrimonial. Por lo tanto, no estaban comprendidas los que carecían de patrimonio, y los mulatos, ni los esclavos, ni las mujeres.
En ese sentido, ninguno de ellos, ni de ellas fue considerado/a como partícipe del “Pacto Social”. La representatividad de otros hombres se conjugará más tarde con la celebración de elecciones políticas en las que participaran todos los que detenten derechos políticos: los hombres.
Ello significaba que las mujeres definitivamente quedaban excluidas del Pacto Social, al no tener la calidad de ciudadana y, en consecuencia, no contaba con el derecho a la igualdad civil.
Luego de la Revolución Francesa, en el último tercio del siglo XVIII, se formularon propuestas dirigidas a contrarrestar esta tendencia. Olympe de Gouges tuvo la audacia y la utopía de pretender convencer a la Asamblea Nacional Francesa para que adopte una “Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadanía”, propuesta que surgió como reacción a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
El precio de tal audacia y la vía que encontraron los asambleístas de entonces para hacer callar esta voz que era la voz de muchas mujeres que cuestionaban no se consideradas siquiera como titulares de la “ciudadanía”, fue la guillotina (1793).
Hoy las nuevas tendencias en materia de derechos humanos sugieren continuar el proceso hacia la especificación entendida como el paso del ser humano genérico al específico, en la especificidad de sus diferentes status sociales, tomando en consideración criterios distintos de diferenciación: sexo, edad, origen, color de piel, situación económica, raza, etc. Es precisamente este proceso el que conduce a afirmar los derechos humanos de las mujeres y dentro de éstos el derecho a la participación política, piedra angular de la ciudadanía.
Cuestiones para el ejercicio de la ciudadanía: La Democracia, “Lo Público” y “Lo Político”
Dos presupuestos fundamentales que definen la ciudadanía con el sistema político democrático y la vigencia de los derechos humanos.
La democracia es el “método de gobierno que se caracteriza pro el consenso de los ciudadanos expresado en un sistema de libertades y a través, del derecho efectivo a la participación popular en la adopción de decisiones políticas según la regla de mayoría”. Supone pues la existencia y participación de ciudadanos y ciudadanas libres.
Cabe indicar que la ciudadanía se expresa participando y la participación se produce en “lo público”, entendido como “todo espacio social no privado ni privatizable que tiene que ser compartido o compartible por todos los ciudadanos, y que se encuentra regulado por los mutuos derechos y obligaciones”.
En este sentido, la democracia confiere a “lo público” una dimensión enriquecedora de la ciudadanía, pues es en estos espacios en los cuales las personas reconocen sus derechos, sus obligaciones y donde asumen su pertenencia a una comunidad.
Igualmente, “lo público” alcanza una nueva dimensión como elemento constitutivo del ejercicio del poder y de las prácticas de gobierno. Otro elemento a tener presente cuando hablamos de ciudadanía es “lo político”. Este término comprende una serie de acepciones confluyentes. En primer lugar, entendemos lo político como la capacidad de ejercer el poder y/o participar en su ejercido y distribución. En segundo lugar, consisten en la gestión de todos los procesos y relaciones sociales e, igualmente, la gestión económica que abarca desde los intereses y necesidades domésticas -pasando por la administración de las mismas estrategias de sobrevivencia- hasta las empresariales.
En síntesis la ciudadanía para las mujeres se está construyendo y materializando en el espacio público, a través del ejercicio de los derechos civiles, políticos y sociales conseguidos en el contexto de un sistema político democrático machista y patriarcal.
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