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Domingo 08 de enero de 2012

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Cultural El Duende

Solo de moto

08 ene 2012

Fuente: LA PATRIA

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Por las noches, cuando se metía en la cama, Vicente abrazaba a su mujer por la cintura, se pegaba a su cuerpo e imaginaba que ambos iban en una moto conducida por ella. A veces circulaban por carreteras estrechas y repletas de curvas, que ceñían el perímetro de una montaña fantástica hacia cuya cumbre ascendían. En otras ocasiones se perdían a doscientos por hora en autopistas infinitas de dieciocho carriles. Algunas noches le gustaba imaginar que la moto se deslizaba suavemente, sin prisas, por carreteras de tercer orden cuyos costados estaban flanqueados por chopos que llegaban al cielo. Pensaba de sí mismo que era un paquete perfecto, pues con los movimientos de su cuerpo equilibraba los de la moto en los momentos más difíciles y, cuando había que correr se pegaba a la espalda de su mujer de tal manera que ambos cuerpos parecían formar un solo volumen.

Aunque ya habían alcanzado la madurez, la imagen que percibía de sí mismo y de su mujer en estas excursiones era la de dos jóvenes ágiles y delgados que todavía creían en la eternidad, al menos en la suya. Por la mañana, cuando se contemplaba el pelo revuelto ante el espejo del cuarto de baño, disfrutaba atribuyendo ese desorden capilar al viento de los paisajes atravesados por la noche. Nunca llevaban casco porque a él le gustaba sentir la melena de ella azotándole el rostro. Por lo demás, en sus carreteras imaginarias no había guardias ni señales de tráfico; tampoco había coches u otros vehículos con los que competir.

Cuando salía a trabajar, se detenía siempre unos instantes en la calle para contemplar una moto que un vecino solía aparcar cerca de su portal. Más que una moto, parecía una escultura en la que los cromados se combinaban con el rojo metálico del enorme depósito y con el negro de las ruedas y el asiento de piel. Estudiaba sus partes, sus características, para hacer más verosímil el viaje nocturno. Aquella actividad llegó a constituir una pasión que le desbordaba. Hubo un momento en que no podía pensar en otra cosa. El día no era más que un pasillo que conducía al instante en que se metía en la cama, cogía la cintura de su mujer, se pegaba a su cuerpo y oía, embelesado, la sinfonía del motor.

Se compró un pijama que evocaba vagamente el mono negro que suelen vestir los motoristas profesionales, y después unas gafas que se colocaba debajo de la almohada y que se ponía en los ojos cuando sentía que su mujer se había dormido. Cenaba con prisas, siempre acuciado por la necesidad de irse a la cama en seguida y le irritaba que su mujer quisiera ver la televisión antes de acostarse. Ella presintió, sobre todo a raíz de la adquisición del pijama negro, que algo estaba pasando pero ignoraba de qué se trataba exactamente. Algunas noches hacían el amor, aunque él corría mucho para acabar pronto y subirse en la moto. No es que no le gustase hacer el amor con ella, sino que prefería dejarlo para más tarde, pues a veces viajaban por parajes extraños, llenos de vegetación y de pájaros, con algún río cercano donde la gustaba descansar del viaje y dedicarse sin prisas al amor. Lo curioso es que, no importaba donde se dirigieran, siempre acababan llegando al mismo paisaje imaginario, donde ella se desnudaba para lanzarse el río provocándole con su deseo, como cuando eran más jóvenes.

Un día su mujer descubrió las gafas de motorista debajo de la almohada, pero no le preguntó para qué servían, pues había ido acostumbrándose de forma progresiva a las rarezas de Vicente. El silencio de su mujer frente a este hecho le sirvió para bajar la guardia y así otro día, tras ponerse el pijama negro y las gafas, se anudó al cuello una especie de foulard que le gustaba ver flotar al viento mientras devoraban paisajes. Era muy feliz.

Luego empezó a visitar las mejores tiendas de motos y fue conociendo así las características de cada una de las marcas. Tenía la casa llena de folletos con fotografías en colores. Estudió también algo de mecánica, pues aunque la moto nunca les había dado problemas, empezó a temer que una avería les dejara tirados en alguno de aquellos lugares fantasmales a los que solían ir últimamente. De súbito, la posibilidad de regresar por culpa de una avería se convirtió en una amenaza que fue traduciéndose con los días en una pérdida de pasión. Ahora era él el que quería ver la televisión hasta las tantas para retrasar el viaje cuanto fuera posible. Y nunca arrancaban antes de que hubiera revisado todas las piezas del motor.

También empezó a decirle a su mujer que condujera más despacio y a reprocharle la comisión de algunas imprudencias que antes no solía cometer. En seguida decidió que debían abandonar los paisajes fantasmales y circular por carreteras normales, llenas de prohibiciones y de avisos, pero con postes telefónicos desde los que se podía pedir socorro en caso de avería. Naturalmente, se compró un casco para proteger la cabeza.

Al poco, su mujer hizo un adelantamiento imprudente y, además de la multa, le quitaron el carnet de conducir. Casi se alegró. Desde entonces se duerme imaginando que es un pájaro y sobrevuela el mar hasta la madrugada.

Juan José Millás. 1946.

Uno de los autores más prestigiosos

de la literatura española contemporánea.

Fuente: LA PATRIA
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