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Domingo 01 de enero de 2012

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Revista Dominical

El trance eterno

01 ene 2012

Fuente: LA PATRIA

Un homenaje de respeto y cariño a quienes súbitamente ascendieron hacia el encuentro de Dios • Por: Marlene Durán Zuleta - Poeta, escritora y compositora

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Nuestra inolvidable poeta Alcira Cardona, tituló a una de sus obras “De paso por la Tierra”. Es cierto, somos aves, mariposas, arrieros de este camino polvoriento, dejamos huellas, luz y sombra, identificamos al silencio cuando controlamos nuestros latidos. En el capítulo “Huellas” del libro Rayo y Simiente: De tanto andar por inconexas formas/ tuve la meditación del ala muerta,/ sentirse aire y retornar a piedra,/ vivir como latiendo en cada cosa;/ y al cabo de tanto ver la luz, en tal quimera,/ juré no ser cenizas sino tierra”.

Hay tardes que se impregnan profundamente con la fragancia de las retamas, y encontramos al respirar, la diferencia del olor a pinos. La lluvia refresca el aire que respiramos. Mientras estemos vivos tengamos fe en el Dios que es el mismo Supremo de nuestros antepasados, siempre su nombre esté en nuestros labios y bendigámoslo al abrir y cerrar los ojos, porque nunca se sabe, cuando transcurre la noche, aún a pesar de las vigilias más largas que se pueda tener.

Ante la realidad de los que se fueron, balbuceamos por la brevedad de la vida, mortales, con el gesto que derrota los sueños, el sudario de nuestra frente, desazón de nuestras ansías por seguir siendo horizonte, y los inmortales que aún estando ausentes físicamente han de permanecer a pesar de la frontera invisible, están en nuestra memoria sus sonrisas, cálidas palabras y carisma, de los que aún estamos en frente.

Parsimoniosos en las despedidas, recordamos fragmentos del evangelio y poemas que se leen en silencio, entonces retornamos a los ríos de nuestras letras y repetimos nuevas oraciones evocadas con amor, elogio que termina en un canto para gloria eterna de Dios.

Musitamos, no quisiéramos que se marchen nuestros padres, hermanos, hijos, amigos o los que amamos, ¡si pudiésemos retenerlos! En ocasiones algunos sufren, llega una edad que se cansan de la vida, alguna enfermedad sin remedio los hunde, la depresión es honda, desenlace que acaba en prematuro viaje, no pensaban irse, se abandonaron, o un accidente fatal, termina en tragedia.

Pensamos en nosotros, en la melancolía que debe quebrarse en sollozos del que deja su cuerpo, porque la lámpara del corazón que alumbró se apagará y espiritualmente vivirá. El que queda tiene la pena más grande, pensar que en el inmenso camposanto hay tanto frío, ni todo el calor pudiera revivir a nuestros muertos, el canto del grillo y el llanto de un niño se pierden con el viento.

El hombre lapida y rompe la monotonía del día, indolente, reluciente y perdido, hielo petrificado, aviva la gracia o desgracia de un mundo que clama tener como escudo a la paz, los humanos necesitamos no solo oír, sino vivir con ese trino.

Debemos tener la esperanza del encuentro, la lámpara de la creación, nunca dejará en la oscuridad a quienes tienen la dimensión febril de extender la mano a quién necesite, la sensibilidad está en cada fibra no solo del corazón también del alma, gemela de los sentimientos y presentimientos del amor, de los pasos, de los murmullos, del espacio.

En un momento de soledad, te has preguntado: ¿Estoy preparado o dispuesto a enfrentar a la palabra gélida? La muerte es sorda, vulnerable y eterna, extiende trance e intimidad. No compartir ese nocturno que lleva al misterio y que tarde o temprano llegará, ¡es arrogancia y soberbia!

En la obra poética del célebre vate peruano César Vallejo, “Los Heraldos Negros”, en el capítulo Poemas Humanos, encontramos el “Sermón sobre la Muerte… Y, en fin, pasando luego el dominio de la muerte, que actúa en escuadrón, previo corchete, párrafo y llave, mano grande y diéresis, ¿Es para eso, que morimos tanto? ¿Para sólo morir, tenemos que morir a cada instante?”

Para Octavio Paz, José Gorostiza, poeta mexicano, en su obra “Muerte sin Fin”, está formulada de una profunda angustia metafísica: racionalmente no hay esperanza… todo el proceso es un retorno a la verdadera muerte, la nada absoluta; la muerte sin fin es la verdadera vida.

Rubén Darío en su poema “Lo Fatal” dice: “No hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente. Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror… y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que no conocemos y apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus frescos racimos, y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos…!”

Jaime Sáenz, escritor y poeta, incontenible en sus palabras, escribe en “Vidas y Muertes” sobre la obra del vate encendido José Antonio Ávila Jiménez, La Canción de la Tierra y la parte de El Adiós, en particular suscitaba en su alma sombríos presentimientos.

Poco le importa a la muerte, no hay contemplación, para ella todos somos iguales, cuando llega taciturna, marca la hora del polvo que aguarda”, alcanza al humano donde habite. En algún espacio de la tierra, aparece opaca y silenciosa. Sórdida, no contempla absolutamente ningún sentimiento de reflexión, sin vigilia marca el péndulo y altera los sentidos.

Oscar Cerruto, en su libro “Cántico Traspasado”, cuya obra poética es parte de la Biblioteca del Sesquicentenario de la República, en el capítulo “La Muerte Permanece” describe a la muerte como parte de la vida, porque aparece hasta en los sueños, nunca duerme, no se embriaga, no se ausenta, no parpadea, no tiene luz, solo sombra, no tiene estrella, es conocida y reconocida por su capucha oscura, nada lo turba.

Fernando Berthín Amengual, poeta orureño, escribió sobre la “Valoración Estética de los Desaparecidos”, haciendo alusión a quienes construyeron en este mundo una comunicación, a través del claustro interior. Se marcharon en la búsqueda de su luz y verdad, para que el espíritu no esté deshabitado, y encuentre una vida de gozo en la eternidad.

Porfirio Díaz Machicao, en el “Ateneo de los Muertos” menciona: “Tengo mis muertos elegidos y con ellos he constituido- para permanente iluminación de mi vida- el Ateneo. Vengo de la mano de aquellos a imponerlos en medio del olvido que se forma con los materiales del progreso, de la preocupación, de la lucha cotidiana y de la ingratitud. La muerte no es un silencio, sino una vida perenne de gloria y resplandor. El espíritu tiene la virtud excelsa de supervivir, ganado los años y los olvidos. Los muertos vencen distancias infinitas y dejan oír sus voces inquebrantables”.

Blanca Wiethüchter en “Madera Viva y Árbol Difunto”, en el epílogo de este libro de poemas, como premonición dice: “Me he muerto a mí misma/ y eso me conmueve sobremanera. Pocos son los que comprenden el fuego que se está quemando/ y que puedo morir de verdad morir de verdad/ sin un signo de locura”.

Por esta brevedad de la vida y el perdurable tiempo de la muerte, debemos crecer en la luz del amor para iluminar a quienes nos rodean y nos encienden con su alegría, para alcanzar la esperanza dormida, es necesario extender las manos y ayudar a subir la cuesta hasta que nuestros seres queridos logren aprisionar la estrella de sus sueños.

Adela Zamudio en su poema tristeza que fue musicalizado: “Soy el cisne que canta doliente/ de su muerte el momento esperando/ ya que siempre he vivido llorando/ quiero al menos cantando morir”. Escribió letra imborrable, que cada octubre la mujer boliviana le hace un homenaje con admiración, repitiendo su “Epitafio”: “Vuelo a morar en ignorada estrella,/ libre ya del suplicio de la vida/. Allá os espero hasta seguir mi huella/ lloradme ausente pero no perdida”.

Todos los vates, escribieron y escriben sobre la filosofía de la vida, del camino a la muerte, algunos destinos se abandonaron en misterios. Las musas iluminaron las palabras, pasiones nocturnas, sueños distantes, visiones y premoniciones que al final de la tarde se hicieron realidad.

Fuente: LA PATRIA
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