El renunciado, obligado, ministro de Gobierno, Sacha Llorenti, pretende convencernos de que es una “víctima de las componendas de la oposición”, ese grupo moribundo que él mismo ha contribuido a destruir. Para encontrar la justificación de sus argumentos habría que encontrarse con “Soy víctima de la falta de información y la mala fe de la Defensoría del Pueblo”. Él afirma con una calma cínica: “Nos dijeron, y está en los informes, que un grupo de 50 a 60 indígenas armados había ido a atacar a un contingente policial, y que eso habría precipitado el desarrollo de ese operativo”.
En el problema del Tipnis, Sacha Llorenti se aplazó políticamente de manera rotunda, no por voluntad propia, sino porque un régimen totalitario hizo aprobar una Constitución extremadamente restrictiva y contradictoria en la euforia de su triunfalismo étnico. No obstante, esta misma norma fundamental fue su “Caballo de Atenas”, o sea la imposibilidad de resolver el problema de manera pronta y legítimamente política.
Como, a pesar de la abundante y cara -al erario de todos los bolivianos- propaganda contra los indígenas del Tipnis, la causa de los últimos se ganó a pulso el apoyo de la población urbana del país, y al final el régimen sufrió una clara y señalada derrota política.
Llorenti intenta, con marcadas señales de fracaso, justificarse para desacreditar, primero la marcha indígena en su intención de desarticularla y, segundo, de aplastarla, después de reprimirla, finalmente de quitarle su legitimidad. Una serie de acciones malvadas. Él habla fácilmente de “Ruptura de la cadena de mando”, algo inadmisible en un gobierno totalitario, queriendo hacer ver que “Obedece al pueblo”. No obstante, los aparatos coercitivos del MAS, en el gobierno más autoritario, Banzer queda pequeño, en democracia, en la historia del país. Ellos, los fascistas, actúan autónomamente de acuerdo a sus ideas de venganza, ratificadas en su control del poder.
Por otra parte, Llorenti intenta quitarle atribuciones constitucionales al Defensor del Pueblo. La Constitución en su Art. 122 dice: “Son atribuciones de la Defensoría del Pueblo, además de las que establecen la Constitución y la ley… (Numeral 3) “Investigar de oficio o a solicitud de parte, los actos u omisiones que impliquen violación de los derechos, individuales y colectivos, que se establecen en la Constitución, las leyes y los instrumentos internacionales, e instar al Ministerio Público al inicio de las acciones legales que correspondan” y (numeral 5): “Formular recomendaciones, recordatorios de deberes legales, y sugerencias, para la inmediata adopción de correctivos y medidas a todos los órganos e instituciones del Estado, y emitir censura pública por los actos o comportamientos contrarios a dichas formulaciones”. La Defensoría cumplió con su deber.
El propósito, al menos visible, es que se trata de enredar a la opinión pública en una suerte de deslegitimación del Defensor del Pueblo que ellos mismos escogieron por anular a un opositor declarado a sus prácticas, como Waldo Albarracín. Lo que no previeron es que Rolando Villena les saldría contestón, fiel a sus razones humanitarias. Al final se debe a su cargo, el que, por consideraciones obvias, es de enorme responsabilidad no con el régimen transitorio, sino con el pueblo boliviano.
En realidad, los hechos lo demuestran, Llorenti, desde el momento que aceptó una función tan delicada, como ministro de Gobierno, se mostró partidario de una forma, y manera, de hacer política hegemónica para y por un grupo. Cuando afirma reiteradamente que no instruyó la represión a los marchistas, podría ser cierto, pero lo que no convence a la gente es que se habría producido “una supuesta conspiración de la Policía”, cuando él la manejaba a su arbitrio.
Y, cuando Llorenti dice que “no le dieron el derecho a la defensa, o argumentación, ¿por qué no explica su falta de respuesta a los requerimientos periodísticos post trauma represivo para aclarar la situación que derivó en “chambonería política?” Hay elementos de juicio que afirman y sustentan un hecho: el gobierno de Evo Morales no pudo no estar enterado de la preparación y de la ejecución de la represión a la marcha del Tipnis. Lo demás pasaría por pensar que los bolivianos somos demasiado ingenuos, que lo somos, pero no tanto.
Aquí nace el elemento principal del debate. Sacha Llorenti, aunque en el sacrificio de la duda, quiera aparecer como “inocente palomito” incurre en contradicciones tan flagrantes que le valdría más sumergirse en el “agua de la sinceridad” y no caer en posiciones que si bien pueden no ser cínicas, lo parecen. Y esto ya es suficiente.
(*) Politólogo
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