El capítulo 3 de Qoelet, uno de los más enigmáticos libros de la Biblia, nos regala la hermosa reflexión de que “hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y otro para erradicar (¿coca?),… un tiempo para demoler y un tiempo para construir,… un tiempo para gemir y un tiempo para bailar,… un tiempo para odiar y un tiempo para amar”.
La física atómica y nuclear nos muestra también que en el “zoológico” de las partículas elementales hay diferentes tiempos: partículas, como el muón, que duran un instante, inimaginable por fugaz, y partículas, como el protón, tan viejas como el mismo universo.
Pasa algo similar en la vida de una sociedad a tal punto que me atrevo a pensar que gran parte de los conflictos y desaciertos que vivimos en el campo social, político y económico derivan del divorcio entre los diferentes tiempos de cada uno de ellos.
Los más cortos son los tiempos sociales. Un dirigente de un movimiento social o de un sindicato, relevado cada año o cada dos, debe mostrar resultados a cortísimo plazo, so pena de su defenestración. Si no hay un conflicto debe inventárselo, interpelando a los sectores políticos y económicos “¿Cuándo compañeros?” – “¡Ahora compañeros!”.
A su vez el poder político se mueve al ritmo de tiempos apenas más holgados: Un “plan de gobierno” debe estar hecho de manera tal que en los 4 ó 5 años en el poder se alcancen resultados tangibles y funcionales a una reelección: prometer 500 mil empleos en 4 años parece ser, a toda vista, una meta inalcanzable, aunque no tanto como la de transformar a Bolivia en Suiza.
Finalmente los tiempos de la economía resultan ser mucho más largos que los de la política: un gasoducto requiere años de planificación y estudio, otros tantos de construcción y otros más para entrar en plena operación. Realmente, en el campo de la economía, unos siembran y otros cosechan. ¿O no es eso la bonanza económica que, sin méritos ni culpas, ha acompañado la actual gestión política?
El uso del tiempo separa a un político de un estadista. Un político sigue sólo los tiempos de la política, el corto alcance; sin embargo, las grandes inversiones, en educación y en producción, en valores y en cultura, requieren de tiempos largos y de sacrificios. Un estadista es capaz de poner en entredicho su reelección para ordenar y planificar el futuro del país en función de la generación presente y de las que vendrán. Por ejemplo, mantener subvenciones que representan un derroche de riqueza quitada a las generaciones futuras (un cáncer económico, según el mismo Presidente del Estado), es propio de un político, pero no de un estatista.
Quizás, una manera de resolver esos conflictos, sería acercar los diferentes tiempos. Si un dirigente se quedara 4 ó 5 años (legal y legítimamente, no como el actual ejecutivo de la COB); si un gobierno durara 6 ó 7 años, si un poder legislativo diseñara políticas de Estado para 15 ó 20 años, tal vez los tiempos de la economía (el largo plazo) no estarían tan alejados de una planificación racional.
Finalmente, hay otro tiempo, el tiempo del espíritu que no tiene principio ni fin. Es el tiempo que dicta los comportamientos éticos, que nos presenta, en libertad, los valores de la vida y que nos hace sentir parte de un designio universal y eterno.
En fin, un tiempo que, con la mirada de Qoelet (“vanidad de vanidades, todo es vanidad”), nos da la justa valoración de los otros tiempos.
(*) Físico
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