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Domingo 13 de noviembre de 2011

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Cultural El Duende

La realidad cotidiana en el escenario teatral

13 nov 2011

Fuente: LA PATRIA

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Dos puestas en escena en la última temporada cultural paceña son dos ejemplos pioneros de respuestas artísticas a la realidad nacional, aunque cada cual tenga diferentes perspectivas y lecturas. La una es la de Percy Fernández, un teatrero experimentado, casi cuarentón y con un estilo influido por su aprendizaje en la metrópoli bonaerense. La otra es la de Andrea Ibáñez, muchacha que da sus primeros pasos en la dramaturgia local.

La primera obra es la exitosa Los B y su largo subtítulo: Apolíticas consideraciones sobre el nacionalismo; Vol. 1, que quiere hacer referencia al nacionalismo desde la Revolución de 1952, como una pista conscientemente equivocada para distraer al espectador de lo central. Otro atajo es nombrar a Thomas Mann y a su obra como la mecha que provoca el trabajo, desde La montaña mágica y centralmente Los Buddenbrook, donde la burguesía contempla su propio entierro. Un atajo apoyado por el Instituto Cultural Boliviano Alemán Goethe Institut que convoca a artistas locales para aprovechar la inspiración en autores alemanes.

Percy Jiménez destacó en diferentes entrevistas la capacidad de Thomas Mann para reflejar la decadencia de la burguesía como clase social y de su expresión más novelada, la familia. Ese núcleo típico de los últimos siglos compuesto por un padre déspota pero trabajador, una madre tímida y hacendosa, unos hijos varones problemáticos y unas hijas mujeres que sueñan con casarse, además de abuelas, tías y alguna mascota.

Jiménez quería descuartizar a la familia (pequeño) burguesa boliviana como parte de la caída del sistema (neo) liberal a fines del siglo XX, sistema que él –con autopermiso de la historia– lo data desde la Revolución de 1952. A la vez, también como una licencia histórica, la caída de la familia modelo oligárquico se desbarata con la revolución nacionalista de los cholos en esa década intermedia del siglo pasado.

El mayor acierto de la propuesta es la construcción de la historia con base en fragmentos, en rupturas, en quiebres. El escenario es un sótano de una casona paceña de un centro otrora cotizado, elegante hace medio siglo y ahora apenas pasable, aún con sus arreglos. El decorado del empapelado que antaño era primoroso ahora asoma arrancado, sucio por el humo y por el paso implacable del tiempo. La sala no es una sala delicada y acogedora ni el comedor un recuerdo de la abuela, o el dormitorio un cuarto amoroso. Cada cuarto refleja sus propios tonos melancólicos. La nostalgia del ambiente es el eje articulador que acompaña a todo el relato.

La música está cortada; las imágenes de un espejo electrónico se quedan estáticas; los diálogos son interrumpidos; el amor queda a medias; la muerte no es épica; ni el almuerzo, ni el enamoramiento, ni el velorio, ni las despedidas.

El fondo político es sólo referencial para que los bolivianos sitúen épocas, seguramente poco útil para otros públicos no nacionales. Quizá éste es el bloque más torpe pues son conexiones bolivianistas que provocan una lectura simplona.

La obra quiere retratar una decadencia colectiva, citadina.

Sin embargo, la insistencia de Fernández durante sus entrevistas y su propia presentación en dar un todo político coyuntural resta fuerza a la historia. Sobre todo porque el argumento aparece con retraso en un país que trasmuta rápidamente sus clases dirigentes, sobre todo la burguesa.

En esta nueva década la preocupación no debía ser la burguesía del centro citando sino el (nuevo o más visibilizado) y pujante poder económico de las periferias. No tiene la piel clara ni los dulces encantos de la burguesía por las delicatessen, la moda o la cultura, pero sí es igualmente arrolladora y también decadente.

Entonces el tema aparece desfasado.

El otro punto alto, altísimo, de la obra, es la actuación de la pléyade más representativa del teatro boliviano en los últimos 25 años: el propio Percy, siempre cuidadoso en su trabajo aunque acá no actúa; Pedro Grossmann, cada vez más convincente y que garantiza buen espectáculo; Cristian Mercado, un nombre que convoca por sí solo a los espectadores del buen teatro y del buen cine latinoamericano; la lista sigue con la sólida Mariana Vargas –segura y completa, desde la voz hasta los gestos– y se completa con Norma Quintana, veterana danzarina y novel actriz, además del reaparecido Luigi Antezana y los jóvenes Mauricio Toledo y Alejandro Viviani.

LA HERMANDAD

La Hermandad, escrita y dirigida por Andrea Ibáñez, acentúa la mirada a la coyuntura desde la perspectiva de los jóvenes citadinos con tal profundidad que muchos nos sentimos representados en esa interpretación.

La autora contó con la inspiración y el apoyo del dramaturgo suizo Eric Alforfer que visitó Bolivia hace meses. La joven aprovechó apuntes de viajes, de observaciones cotidianas y de lecturas para componer una obra que nos retrata colectivamente en esta realidad del cambio con excesos odios, violencias, racismos y abusos.

La obra se descompone en 19 escenas –número sin cábala– para construir un rompecabezas imposible sobre el caos y sus implicaciones en la cotidianeidad cuando los habitantes de este país nos levantamos y no sabemos qué trancadera nos espera, qué servicio habrá dejado de funcionar, quién asume las responsabilidades por los cortes, por las fallas y por un recorrido circular permanente de poderes y jalones que no llegan a ninguna parte.

La escenografía es sencilla pero suficiente. Con base en las llantas de goma se construyen camas, cuartos, cárceles, viajes, salidas, escondites. También la música compuesta por el cuidadoso Alejandro Rivas es una buena selección.

El título es la insinuación del misterio, La Hermandad, el grupo, la secta, la cofradía, la murga, la comparsa, el partido, el club, la pandilla, a la que todos pertenecemos de una u otra forma. La Hermandad intenta representar roles que cumplen los seres humanos sin entender por qué ni para qué, casi siempre teñidos con el autoritarismo. Ese todo de absurdos se identificaba con el contexto de una realidad actual donde los gobernantes suelen usar un sentido modificado de las palabras –del lenguaje– como forma de disfraz para sus actos de represión.

La actuación es sobria y controlada. Edwin Urquidi refleja su aprendizaje al lado de Líber Forti y en las tablas cochabambinas; Mario Aguirre apunta a disputar los primeros lugares entre los actores bolivianos. Bernardo Arancibia muestra en cada ocasión su capacidad de interpretar diferentes géneros de la dramaturgia. También actúan Jesús Rojas y Marco Antonio Villarroel. Carmencita Villarroel se encargó del vestuario y asistió a la dirección.

Ibañez logró su anunciado objetivo: reflejar el mundo, la realidad inmediata y también su propio universo, alguien que sonríe y no se amarga, pero que clava la daga donde más inquieta.

Lupe Cajías de la Vega. La Paz.

Escritora y periodista

Fuente: LA PATRIA
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