“Donde entra el sol no entra el doctor”, solían afirmar nuestras abuelas, con razón. Piensen sólo al rol de la radiación solar en la síntesis de la vitamina D, antídoto del raquitismo y del repugnante aceite de hígado de bacalao.
Sin embargo, lo bueno para latitudes medianas y altas, se vuelve ambiguo cuando se lo aplica a países tropicales, como Bolivia, donde se registran, durante todo el año, tan elevados niveles de radiación solar - en particular de radiación ultravioleta (RUV) - que el problema se vuelve: cómo protegerse del sol sin renunciar a los efectos benéficos de la RUV.
Adicionalmente, la globalización ha impuesto el culto del cuerpo y la moda global dicta que hay que exhibir todo el año una piel tostada al sol. Un número creciente de mujeres lo hace obsesivamente, víctimas de una patología conocida como “tanorexia”, o adicción al bronceado. A falta de sol, mujeres siempre más jóvenes acuden a centros de estética para realizar sesiones de “camas solares”, o sea de exposición a lámparas bronceadoras, que pretenden imitar el espectro solar bronceando el cuerpo mediante dosis controladas de radiación.
Las camas solares contribuyen, también en nuestro medio, a alimentar el “sueño” de tener un color más atractivo antes de lucirse en bikini o de mejorar la apariencia física en uno de los tantos concursos de “miss”. Hay mamás (no sólo en Santa Cruz) que fomentan esa práctica en sus hijas desde niñas, como si fueran a tomarse una ducha o lavarse el cabello. Ellas intuyen que son pocos los varones que siguen el sabio consejo de M. Proust: “dejemos las lindas mujeres a los hombres sin fantasía”.
La realidad es que se entra a las camas solares con un sueño y, muchas veces, se sale con una pesadilla. La pesadilla viene de los riesgos de una excesiva exposición a la RUV: cáncer de piel e, inclusive, el fatal melanoma. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), en el mundo se registran anualmente dos millones de casos cáncer de piel (un tercio de los tumores nuevos) y 132,000 casos de melanoma maligno, cuyo riesgo se incrementa en un 75% con el bronceado artificial.
He constatado con asombro que el cáncer de piel no asusta a las fanáticas del bronceado. Sólo con una amenaza estética es posible despertar el interés en torno a los riesgos de la RUV. En efecto, las mismas señoras que se abanican con el cáncer, reaccionan rápidamente cuando se les informa que una excesiva exposición a la RUV deja “surcos” en la piel (envejecimiento prematuro por ruptura del colágeno), con consecuencias estéticas y económicas imprevisibles.
Ante tanto riesgo, ¿qué hacer?
Prohibir no sirve: Lo prohibido atrae más y se vuelve clandestino. De lo que se trata es de aplicar regulaciones estrictas, como: controlar equipos y lámparas; entrenar al personal a cargo de las camas; obligar a que cada centro tenga un dermatólogo que haga el seguimiento de los clientes; fijar los tiempos máximos de exposición por sesión y el intérvalo entre sesiones consecutivas y, sobre todo, informar sobre los riesgos asociados a esa práctica. En todo caso, no debe permitirse el uso de esos aparatos a menores de 18 años, porque a menor edad mayor es el riesgo.
En ese contexto, es lamentable que en Bolivia no tengamos aún una regulación. El Foro “Camas solares: ¿sueño o pesadilla?”, que tendrá lugar en La Paz el 17 de noviembre, ojalá logre sensibilizar a las autoridades de salud y a la sociedad sobre la necesidad de aprobar a la brevedad una regulación que prevenga daños irreversibles y hasta permita salvar vidas.
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