Muchos practican la autocrítica porque no conceden a los otros el derecho de criticarlos
04 nov 2011
Por: Walter Milton Rojas Ledezma
Transcurría la primavera recorría las obscuras calles de la ciudad, era una noche tranquila, los viandantes corrían presurosos a sus casas y así protegerse de la persistente lluvia que caía, por mi parte trataba de cubrirme con el cuello del sobretodo que llevaba, y así transcurrían los minutos.
Caminaba rápidamente casi sin levantar mi cabeza, estaba concentrado en mi camino, que no era más que esas desgastadas aceras llenas de agujeros, cosa natural en mi querida ciudad; la gente pasaba empujando, nadie reclamaba por ese atropello, mi mente estaba en esa cama que me esperaba, sacarme toda esta ropa empapada, arroparme y dormir plácidamente hasta el día siguiente.
Pero estos dulces pensamientos fueron torpemente desechados cuando en ese caminar tropiezo con un ataúd que algún descuidado doliente habría sacado de la funeraria que estaba al frente, grande fue mi sorpresa cuando a las dos de la mañana me encuentro con este macabro cuadro, empiezo a ordenar mi mente y supongo que algún desafortunado parroquiano habría perdido a un ser querido y este estaría llevando ese ataúd para depositar ese cuerpo y sacar del hospital requisito imprescindible hoy en día.
Una vez en mi aposento me acuesto no sin antes asegurar la puerta, porque algunas veces pájaros de mal agüero ingresaron y me echaron sus malos augurios.
Al día siguiente, después de ese tremendo susto, me incliné con gran esfuerzo y me di cuenta que mis pies no respondían, traté de tranquilizarme y me recosté nuevamente, intenté varias veces levantarme pero fueron vanos mis esfuerzos, y así quedé postrado en mi cama durante tres días sin que nadie se diera cuenta de mi infortunio. Me daba cuenta que me estaba muriendo, necesitaba imperiosamente un vaso de agua pero mis pies no respondían y así a la mañana del día cuarto, un jovenzuelo que habita la misma casa pasa por mi ventana y empiezo a gritar, milagrosamente me escucha y acude a mi llamado para después, haciendo malabarismo, logra entrar por una ventana y por fin recibo el milagroso líquido que se llama agua.
Agradeciendo a Dios por este milagro me tranquilizo y esperando que algún samaritano llegase con algún bocado me pongo a meditar sobre la vida que estaba llevando, nada agradable para un hombre que había luchado siempre por sus ideales, estaba acabando con mi existencia; pensaba en los momentos más bellos que había transcurrido junto a todos los seres que amaba, ahora lejos de mí, se me vino a la memoria. Será que estaba listo para ocupar ese ataúd con que tropecé, mi mente estaba confundida.
Para entonces ya había pasado como unas cincuenta películas, algunas me impresionaron más que otras, pero la que más me impresionó fue aquella que alguna vez la habíamos visto entre amigos.
En fin, paso los días esperando que llegue el día y empezar una nueva vida, un día comprendí que la paz interior, el valor, la esperanza, la satisfacción de mis verdaderas necesidades es gratuita como un rayo de sol. Ahora no la cambiaría.
(*) Abogado
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