En un país de bromas pesadas, si escribir un libro -sin ser rico ni loco- es ya una tontería, el dárselas de vendedor es todavía un disparate mayor. Sin embargo, el otro día creo que incurrí en una estupidez de antología, como la que acaba de consumar el gobierno con la supuesta elección de jueces. ¿Saben qué se me ocurrió?, ofrecer de obsequio mi libro a un señor desconocido. (¿Quién sería?)
Está visto que no todos pueden aceptar un libro ni regalado; por lo que es preciso saber a quién se ofrece esa cosa inservible, que ni los “leídos y escribidos” están dispuestos a darle a uno el gusto de leer. Hay gentes cuya curiosidad se reduce a leer en un periódico la hoja deportiva, generalmente para informarse sobre el equipo de sus amores o quién le ha goleado esta vez a la selección nacional. ¡Así son las cosas!
Yo estaba tranquilo, pero como si fuera tiempo de carnaval, algún lucifer suelto me sopló al oído que hay una entidad que desde su denominación parece estar muy relacionada con libros. “Allí tu k’ukuluru puede ser que caiga de carambola”, me dijo el muy socarrón. Para qué le habría escuchado. De allí a poco, ya estaba buscando la ubicación de esa entidad llamada “Cámara del libro”. Porque no tenía ningún letrero hacia la calle, me costó dar con la dirección. Las cosas de la cultura son así, medio escondidas, como si tuvieran vergüenza de exhibir su identidad. Total, di al fin con ella. Era un día de estos calurosos de octubre; las tres de la tarde marcaba mi reloj. A esa hora la avenida bullía de gente y de tráfico vehicular.
- ¡Hola! Jaime, qué sorpresa! ¿Aquí trabajas? Siempre deseaba encontrarte y no sabía dónde.
- También yo me alegro de verlo, don Reynaldo ¿qué le trae por aquí?
- ¡Bueno, sucede que soy autor de un libro que está circulando; he pensado que tal vez hay que entregar a esta entidad unos ejemplares de toda producción bibliográfica nacional. ¿A quién debo buscar para eso? Al…¿director?, ¿presidente?, ¿jefe?
- Al gerente
En ese momento estaba ocupado el señor gerente. A modo de esperar, sentados en el pequeño espacio lateral de la antesala, conversamos. Era de mediana estatura, delgado, con una fina sonrisa de cortesía convencional. Los años corrieron con sigilosa rapidez. En ambos -sin duda- el tiempo marcó su huella fatídica. Yo lo conocí bastante más joven; ahora tenía la estampa de hombre maduro. Rememoramos la experiencia laboral en el Chapare. Entre tanto, pasaron como 15 minutos. Después de que alguien salió del despacho, creí que me tocaba el turno; pero al regresar de anunciarme era perceptible en el semblante de Jaime una expresión de disgusto. Se podía adivinar que él, igual que yo, estaba seguro de que me recibiría de inmediato.
- Va a disculpar, don Reynaldo, justamente esta tarde y en estos momentos el señor gerente se halla muy ocupado. No ha de poder recibirlo.
- Simplemente quería entregarle, en calidad de obsequio, estos dos ejemplares. No estoy buscando otra cosa -le dije- de nuevo a Jaime.
Y no había nada más que hacer. Saqué del sobre un ejemplar y en la primera página escribí: “Para Jaime, como testimonio de sincera amistad”.
Al salir, pensé para mi capote: “A ese gran señor (el gerente) le buscaba un pobre diablo, a quien no conoce ni le interesa conocer. ¿Autor de qué puede ser este fulano desconocido? Con todo, si los que tienen mucho que ver con libros, tratan con tanto desdén a los libros y sus autores, algo extraño tiene que estar sucediendo. ¿Habrá llegado también aquí el “proceso de cambio”? ¡Dios mío, a qué fondo está rodando el país!”
Ya en la calle, con persistencia me vino a la memoria aquella letra humorística de un huayño que cantan Los Brillantes: “Imapajchuj chay warmiman amorniykita qurqhanki; alqu manpis khowaj karqha, cay tulluta khaskay nispa…”
“Alcu manpis khowaj karqha…” Sí, hubiera sido mejor, mucho mejor.
(*) El autor es pedagogo y escritor
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