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Domingo 30 de octubre de 2011

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Cultural El Duende

Mi hombre superior de Rosario del Carmen Mostajo

30 oct 2011

Fuente: LA PATRIA

Presentación del libro a cargo del Académico de la Lengua y de la Sociedad Boliviana de Historia Alfonso Gamarra Durana

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Doña Rosario del Carmen Mostajo me entregó un ejemplar del libro Mi hombre superior, y la solicitud de que lo comentara en un evento especial. Este su libro está constituido por cinco capítulos hasta encontrar, en el último, la deducción, que es la elevación del ser. En los otros, se sigue postulados de especialistas para basar sus conceptos de La vida y el raciocinio, Miserias y grandezas, Igualdades y desigualdades, y la caracterización del Hombre superior.

Se refiere a una gran variedad de temas de antropología y sociología que encara a modo de párrafos insinuantes y profundos, no obstante de enlazarlos con un intento compendioso, a fin de encontrar el aspecto ideal del hombre en lo moral e intelectual. Entresacamos del texto algunos temas que tienen mucha importancia en la antropología actual, en la que establecen todavía problemas a resolver. El tiempo que tenemos ahora no alcanza sino para preferirlos por sus vínculos que explicaremos luego, pues para pregonarlos necesitamos mayor espacio.

El instinto gregario

Los lazos afectivos de la masa bastan para configurar sus caracteres, la falta de independencia e iniciativa del individuo, la identidad de su reacción con la de los demás, y su descenso a la categoría de unidad integrante de la multitud. Pero esta última, considerada como una totalidad, presenta otros subgrupos: la reducción de la actividad intelectual, la pérdida del control de la afectividad, la incapacidad de moderar y retener las actitudes, la tendencia a sobrepasar los límites en la manifestación de los afectos y la derivación de éstos en actos inesperados. Estos caracteres subhumanos pueden atenuarse si las multitudes son más organizadas y artificiales. Experimentamos la impresión de que el sentimiento individual y el acto agresivo personal son demasiado débiles para afirmarse por sí solos, si no tienen el apoyo de procesos afectivos o gestuales de los demás individuos. Esto explicaría los fenómenos de dependencia en la sociedad humana, y la escasa originalidad y poco valor individual cuando se siente dominado por las influencias de un colectivo que presenta rasgos aparentemente seleccionados. La influencia sugestiva se ejerce por el caudillo sobre los sujetos, y a la recíproca. Asimismo por el factor de la sugestión convecinal, el individuo se considera incompleto cuando está solo, y se siente cómodo cuando está acompañado; este instinto gregario es ya percibido como la angustia del niño pequeño cuando le dejan solo, como afirma la autora.

Son primarios los instintos de conservación y nutrición, el instinto sexual y el gregario. Para constituir el hombre superior, la consciencia de la culpabilidad estorba el sentimiento del deber, y es aquella que tiende a predominar en el animal gregario, porque se halla motorizada ampliamente por la sugestibilidad.

Consecuencia de la imposibilidad de mantener sin daño propio su actitud hostil, el pequeño se identifica con los demás niños y entre ellos se forma un sentimiento colectivo o de comunidad, que luego experimenta un desvío en dos direcciones. La primera exigencia de esta formación reaccional es la de justicia y el trato igual para todos. Se piensa ya entonces que si uno mismo no puede ser el preferido, pues, por lo menos, que nadie lo sea. Esta transformación de los celos en un sentimiento colectivo lleva a que rivales al principio, se encuentran en un mismo grupo de actitudes belicosas. Cuando una situación instintiva es susceptible de distintos desenlaces, la encontramos en la sociedad en gamas de dispersión, así, el compañerismo o el espíritu de cuerpo, se derivan también de la envidia primitiva. Se llega a los extremos de no permitir que alguien pueda sobresalir; todos deben ser y obtener lo mismo. Por el contrario, la justicia social significa que nos prohibimos de muchas cosas para que los demás tengan que renunciar a ellas, o que no puedan reclamarlas.

Para la autora, en muchísimas circunstancias no existe una igualdad humana, aunque el personaje se identifique con otros semejantes bajo la influencia de un enlace común, la reivindicación de analogías coaccionadas por la masa, se refiere tan sólo a los individuos que la constituyen, no al jefe, puesto que se ha visto en la historia que todos los individuos quieren ser iguales, pero bajo el dominio de un caudillo. Muchos iguales, capaces de identificarse entre sí, y un único superior, tal es la situación que hallamos realizada en la masa actuante. Para algunos psicólogos, más que un animal gregario, es el hombre un elemento constitutivo de una horda conducido por un jefe.

El miedo es innato. Nacemos con ese tipo de primigenia reacción humana, aunque después se pueda aprender a tener un miedo selectivo. Puede ser perjudicial o favorable en la vida, porque puede crear dolores psicosomáticos, y graves problemas de personalidad; en el otro extremo, coadyuvar en la autodefensa. El hombre tiene la aptitud para huir y escapar de los peligros, y en ciertas circunstancias, si la inteligencia rauda determina que los medios físicos le apoyarían puede enfrentar con ventaja al provocador. Es un sistema de alarma que permite protección y sobrepujar los peligros, porque acrecienta la vigilancia y la precaución orgánica. Grandes multitudes vivirían muchos años menos si no contaran con este medio de prevención, aunque para los espíritus timoratos, en situaciones de emergencia, más lesiones causa el pánico que la propia emergencia. El humano superior debe saber dominarse en todo sentido, y para manejar el miedo sería conveniente conocer los peligros potenciales.

La persona debe saber conducirse durante y después de un ataque de miedo. Un primer episodio de pánico suele presentarse súbita y extremadamente. Lo imprevisto del suceso induce sentimientos de catástrofe, desolación e inminencia de muerte. Los accesos de pánico, que se presentan después del suceso dramático, se componen de episodios de angustia acentuada y múltiples síntomas físicos, repetidos e inesperados, con o sin paroxismos suscitantes, y que determinan cuadros crónicos de estrés que no sirven para proteger del peligro porque éste no es tangible, o bien funciona como una alarma constante porque la amenaza es ubicua o permanente. Como cuadro morboso afecta al ser humano, lo constriñe, le impide el gozo, la alegría, el amor y, en definitiva, la vida. De estas características se valen los poderosos, porque es un arma de control, consigue que los sujetos vegeten asustados, escondidos, sin ánimo de luchar por sus derechos; el miedo ha sido siempre el mejor aliado de quienes detentaban la autoridad.

Su efecto es aniquilador: transforma el valor personal, lo lleva a una manifestación de impotencia, de resignación o retraimiento: se pierde las reacciones, y en el cuerpo del hombre hay modificaciones anormales en los signos vitales, desaparece la energía fundamental del vivir con el resultado final de que el sujeto se vuelve un autómata obediente, que muestra su facha y algún atisbo de rencor repelente, en medio de una disposición autodestructiva. Casi siempre como los animales en los que el miedo los hace precavidos, vigilantes y prestos a huir de él si es necesario.

En un acápite del libro se analiza El hombre y la guerra con acopio de expresiones que repudian las hostilidades entre los pueblos, y encuentra el ángulo de donde parten los ataques y las invasiones, y se asevera que las codicias de las naciones, por la posición del expansionismo y el equivocado entender del aforismo Si vis pacem, para bellum, violentan la tranquilidad del planeta. No obstante esto, falta en sus parajes el análisis de los estados de ánimo de los protagonistas de esos acontecimientos fatales. Faltaría profundizar en el intríngulis psicológico de aquellos hombres que se activan como fantoches movidos por el miedo, el instinto gregario y la mal interpretada libertad. Puntos primordiales que se nos ha ocurrido afrontar en unos cuantos minutos de esta exposición.

La autora no se refiere a otro aspecto que confiere fortaleza al humano. Y es algo que está muy descuidado por muchos investigadores. La inteligencia sin palabras. No se trata de que la persona piense, si es que tiene tiempo para hacerlo, en la actitud que debe emplear. En la historia del mundo las decisiones han sido tomadas en fracciones de segundo, cuando los hechos no permitían el franco y sosegado transcurrir del racionamiento. Una cualidad ingeniosa del ser es precisamente que los cinco sentidos entienden muchas cosas sin interlocutor, sin palabras y sin tiempo. Es una inteligencia íntima y explosiva, que aparece raudamente. Es cuando hasta razonar distrae de la realidad; se toman las decisiones sin pensar en antecedentes o probabilidades; es la capacidad patética de acertar de pronto, sin reflexionar, sin controlar las ideas superiores del humano escogido. Es el instante que hizo proferir una frase a Avaroa, a dar una orden de batalla al general victorioso en Ayacucho, a no distinguir los apuntalamientos de la educación o la nobleza.

No aparecen las palabras, pero la inteligencia que está metida en los sentidos y en las neuronas, sabe cómo proceder en la fugacidad del momento. Que es cuando se olvida o se hace intangible el miedo, en que los complejos se esfuman, el instinto gregario se pierde, los refinamientos del cuerpo ni intentan surgir.

No está ocasionada por la inteligencia vegetativa o sensorial solamente, sino por una sensación generalizada, que no se puede identificar ni diferenciar, es la que implica la interpretación del suceso perentorio, y la aparición del signo humano desconcertante. Sin duda, que la heroicidad se origina en ese instante, como si hubiera sido preparada por el comportamiento del individuo a lo largo de toda su existencia en los niveles más elevados de respeto y atención al mundo.

En el segundo y tercer capítulos recorre, como una experimentada psicóloga, las apreciaciones con una serie de estampas del intelecto, presentadas de un modo sucinto pero impactante, para conocer las debilidades y fortalezas del humano, pone en consideración una serie de contravirtudes que a partir del orgullo, alcanza por sus variadas vertientes los rasgos de infravaloración del hombre; siempre destacables resultan la arbitrariedad y el despotismo, que destruyen las normas morales partiendo de la vanagloria, del señor pavorreal que divaga siempre y no frena sus sofisterías, y la ignorancia que conduce generalmente al autoritarismo.

Conclusión

La autora de Mi hombre superior probablemente haya querido titular su libro como Mi ser humano superior, para que abarcase a personas sin distinción de sexo, y habrá querido decir que se refería al ser que, según ella, llegaría a los niveles superiores del espíritu.

Este ensayo que comentamos, empezó revisando las ideas germinales de la naturaleza y la índole del ser humano. En algunas partes de nuestro mundo desolado emergieron los bípedos con inteligencia, que de rudimentaria avanzó con los siglos para constituir una maravilla pensante que maneja tecnologías y métodos jamás imaginados antes. Dentro de su sociedad, el hombre corriente fue diferenciándose por malas o buenas razones, y pasó a pertenecer a un grupo intelectual y cívico que no buscó, como exclusividad, el gobernar en su medio, sino que significó la cabeza de una utopía en que sobre la técnica, la ciencia y la literatura, formarían jerarquías, quizá aisladas, pero que serían reconocidas como estrictas meritocracias evolutivas.

El ideal sería una sociedad unida y solidaria, compartiendo las características de actuar y pensar, de entender el pasado, explicarse el presente, y aceptar, como consecuencia, una conducta digna de su mente pensante. Las comunidades humanas tendrían una espiritualidad en conjunto, iconoclasta, con una fe basada en la esperanza, que estimule su generosidad, su idealismo y su espíritu fraternal. La idiosincrasia personal sería el manantial de la generosidad, desprendimiento y honradez.

La conciencia es un fenómeno natural que significa lo máximo de la evolución del sistema nervioso, y se la define como una función mental mediante la cual nos percatamos del yo y de su entorno. Siendo subjetivo, es accesible solamente a la criatura que lo experimenta, no observable y por ende no medible.

El ser superior deberá percibir y después educar su interior espiritual, logrando que la conciencia pueda enfocarse en distintos objetos o situaciones, e incrementar la introspección y el ingreso de ideas abstractas. Como no puede haber conciencia sin memoria y sin atención selectiva, el sistema nervioso consciente genera datos que le aparecen ambiguos, hasta llegar a aprehender la realidad. Lo que importa es que las imágenes, examinadas en distintos lugares de las circunvoluciones cerebrales, aunque sean ficticias, representen las propiedades coherentes del mundo que nos rodea. Examinada la fisiología de estos atributos que producen en el cerebro la imagen prodigiosa, activada y correlacionada en un instante, pasemos a ver el resultado en el proceder humano.

Vislumbrar la finalidad de la vida en el examen de la propia conciencia, debe ser el axioma. El resultado será conocerse a sí mismo como consecuencia de la experiencia personal, y esta percepción puede llevar al hombre a mejorar un mundo, pero no puede tener la ética ni la práctica sin que las preceda la psicología. Mal podría dominarse quien no se conoce y llegue a usufructuar de otras tantas condiciones de esta bondad individual, propias del yo, y que está opuesta al egoísmo. Si hay bancarrota en la conciencia correspondería mayor culpa a la imprevisión que a la adversidad. Para evitar los denominados ataques del infortunio, y discernir los motivos que determinen una acción adversa, es importante abstenerse de todo lo que amenace quebrantar la salud. Luego es importante templar el ánimo y disponer del mayor número de armas esgrimibles para la lucha. Ésta es conseguir la corrección empleando acertadamente las facultades intelectuales.

A la perfección de la obra debe acompañar una justa, noble y elevada finalidad, pues, por acabada que parezca, desde el punto de vista humano, no lo será, porque siendo obra de hombre, debe alcanzar los niveles altísimos de perfección que la evolución de la humanidad ha preceptuado. Es decir que al hacer de la mejor manera posible nuestra labor, enaltecemos indirectamente nuestro carácter en virtud del constante esfuerzo de la mente en el perfeccionamiento de la obra.

Y en ese sentido, por su naturaleza misma, el humano excelente es el que sabe qué hacer cuando todos se desconciertan; el que salva a las familias de la ruina, a los ejércitos de la derrota y a las naciones de la muerte; el que no rehúye cargas de justicia ni rehúsa cargos de responsabilidad ni deserta de los puestos de peligro. Parecería patentizar que posee una superconciencia.

Resumiendo lo que la autora quiere obtener de su hombre superior afirmaremos que el logro mayor no se consigue cuando un individuo sabe y puede hacer, sino en el empleo que da a su conocimiento y poder. Emplearlos en el bien es el fin de la educación armónica de cuerpo, mente y espíritu, y resulta evidente que hay que educar armónicamente los tres elementos, y de aquí la clásica trilogía de educación física, intelectual y moral.

Si la educación intelectual armonizó las facultades de su ente acertará a discernir entre la verdad y el error, la fe y la superstición, lo real y lo ilusorio, y no habrá para él nada insignificante porque entenderá que todo es obra de la sabiduría divina.

Su moral se movilizará bajo la orden del filósofo de Koenigsberg, que dijo: Obra siempre de modo que tu conducta pudiera servir de principio a una legislación universal. Por lo tanto erigirá en norma de conducta el cumplimiento del deber por el deber mismo, independientemente del resultado y fruto de la acción. (O. Swett Marden). Superando lo gregario y el miedo, y enarbolando su libertad, cumplirá un código moral para actualizar la bondad de los seres futuros, siguiendo el principio de hacer siempre el bien aunque los demás obren mal. La patria será más grande y mejor a medida que sus ciudadanos puedan confiar unos en otros; y desaparezcan los hombres mediocres, y más todavía los sobrehumanos de la sociedad.

El mayor mérito de una obra didáctica está en la compenetración mental entre el lector y el autor. Cuando se logra esta finalidad, la palabra escrita tiene la mayor de las eficacias, relumbra con energía, convence como una enciclopedia y persuade más que un discurso elocuente, y así esperamos que sea el vaticinio con este libro.

Fuente: LA PATRIA
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