Eso de “Jefe" o "General": "Déle un día de gloria a la Patria” significaba, en realidad, una instigación a un golpe sin gloria, pero con sangre, con presos, con desterrados, con refugiados y aun con ejecutados. Pero no era lo único: desde el lado opuesto se destilaba odio y afanes de venganza en nombre de una revolución pretendidamente mundial que, al cabo de siete décadas de traer pobreza y opresión, se quedó como una pesadilla horrible.
Así nacieron las dictaduras; unas más feroces que otras; algunas se parecían a un sainete escrito por un loco y, a veces, el sátrapa creía que su poder era el fruto de un designio divino. El tirano, se pavoneaba por su “contribución al progreso” y por su habilidad para gobernar, para imponer el orden, para acallar las voces de los insolentes que pedían democracia y ley para todos los que compartían la acusación de ser enemigos de la Nación.
Algunos de los perseguidos no eran, en verdad, lo que se proclamaban: salvadores del pueblo. Rumiando sus anhelos, esperaban turno para encaramarse y gozar del poder, también persiguiendo, encarcelando y, aun, ejecutando.
Corría el mes de noviembre de 1956. Exilado en Buenos Aires, siendo yo un adolescente, se me ocurrió curiosear en un llamado congreso de la libertad. Era un acto concurridísimo. Había caído el general Perón, y todos se desenfrenaban en la procura de exponer libremente su alineación de derecha, de izquierda, socialistas, comunistas, fascistas, anti y pro yankies, muchos bajo la influencia las recientes imágenes horrorosas del ejército rojo aplastando la revolución democrática húngara del héroe que luego fuera mártir, Imre Nagy. Por ese tiempo, Stalin había muerto. La expectativa era el cariz que tomaría el comunismo soviético.
Entre los asiduos de ese lugar de intercambio de ideas y sueños, había de todo: idealistas, hipócritas, encuevados, terroristas en acecho, ilusos, etc.
Recuerdo la figura de un elegante hombre de mediana edad: alto, arrogante, seguro de sí mismo, de hablar suave. Mostraba firmes convicciones. Más que un político ansioso de actuar, parecía un profesor ilustrado, con sabiduría pedagógica.
“Es un notable político opositor de un país donde manda la dictadura”, me susurraron, mientras él conversaba con un grupo de jóvenes. Recuerdo que entre su auditorio había personas de varias nacionalidades, la mayoría asilados en la Argentina.
No sé de dónde saqué fuerzas para intervenir y decirle al orador, mostrando mi entusiasmo juvenil, que yo admiraba a quien se enfrentaba, como él, a una feroz y salvaje tiranía que encarcela, tortura y asesina a sus opositores. Me largué con el consabido discurso: que en su país, como en el mío, no había libertad y que, por supuesto, se habían violado todas las garantías democráticas. Que se necesitaba un demócrata que restaure la legalidad de un pueblo oprimido por tanto tiempo. La mía era la repetición ingenua de muchos lugares comunes, de los que usan los de la izquierda, los de la derecha y los del medio.
El político, hizo una pausa mientras me miraba intrigado, seguramente preguntándose de dónde había salido este mozalbete audaz, que hablaba atropelladamente y con tanto entusiasmo. Recuerdo que, con calma, y hasta con simpatía -o tolerancia- me dijo algo así como: “No se equivoque, mi amigo. Yo no me opongo al tirano por sus métodos, que usted llama feroces y salvajes. Combato la dictadura por su alineamiento con el imperialismo, por su sometimiento al capitalismo, por permitir la voracidad de los norteamericanos que saquean a mi pueblo, porque éste se resiste a la revolución que impone ‘la rueda de la historia”. Y continuó: “Yo sé que a muchos, por su formación, les repugna la represión violenta, pero si me tocara dirigir mi país por la senda de la revolución socialista, mis métodos serían los mismos que usa el tirano; el palo y el rigor es el trato que entienden y respetan mis compatriotas, todavía sumidos en la ignorancia. Lo que importa es la revolución, y se la defiende a muerte”.
Era la historia anunciada de lo que, luego, sucedería en Cuba: cárceles, tortura y muerte para los opositores, para los que disienten, para los que resisten la opresión. Todo en nombre de la revolución.
Y seguiría ahora el drama del pueblo venezolano, por obra de un orate; y, además el drama del boliviano, del ecuatoriano y del nicaragüense.
Ese día me marcó.
¡Yo jamás sería comunista!
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