Corría el año 1979 cuando el coronel Alberto Natusch Busch decidió afianzar un golpe, ocupando militarmente la ciudad de La Paz. Desde el Regimiento Tarapacá, en El Alto, una columna de motorizados tomó por sorpresa, con otra maniobra “envolvente” que tanto encanta a los estrategas de pacotilla, las plazas San Francisco y Pérez Velasco, epicentro de la resistencia popular. Como muestra del humor negro de nuestro pueblo, el comandante de la hazaña, Arturo Doria, recibió el título de “Mariscal de la Pérez Velasco”.
Hoy, 32 años después, se ha repetido la historia en el Beni, con la diferencia de que el “Mariscal de Yucumo” no tiene nombre, porque nadie asume la responsabilidad de la brutal intervención a la marcha indígena. Si, con un acto heroico de fe, creemos que no fue Evo, ni Sacha, ni Farfán quienes dieron la orden, es posible que un terremoto político de mayor magnitud que el tristemente célebre “gasolinazo” haya sido producido por un simple sargento de policía.
El manejo del conflicto del Tipnis por parte del Gobierno es un ejemplo de los errores en cadena que se cometen cuando se pierde el contacto con la realidad o se asumen compromisos contrapuestos.
En efecto, el conflicto empezó como indígena y ambientalista: rechazo a una carretera que cortaba en dos un parque nacional, destruyendo un santuario de biodiversidad. Había razones de un bando y del otro. Bastaba sentarse, sin condiciones, a discutir y buscar una alternativa que conciliara los intereses nacionales y locales. Se podía, pero no se quiso.
Pronto, el conflicto tuvo una primera escalada. Se convirtió en un problema político, legal y constitucional desde el momento en que unas huestes colonizadoras, leales a un impresentable senador, impidieron el avance de una marcha pacífica y legítima, ante la vista y paciencia de una Policía que actuó más como milicia del MAS que como institución del Estado. La anterior apreciación no es gratuita, debido a que bloqueos, en el Chaco, de apoyo a la marcha fueron reprimidos sin piedad por la misma Policía.
El problema, finalmente, pasó de político a humanitario. La arrogancia de quienes nos gobiernan llevó inclusive a restringir el acceso a agua y alimentos para los marchistas, lo que desencadenó la bronca de la población urbana, mejor informada y crítica que la rural, en contra del Gobierno y sus aliados (cocaleros y policías). La brutal e ilegal (con “para-fiscales” de por medio) intervención de la marcha, ordenada por el Mariscal de Yucumo, fue el deplorable desenlace de esa cadena de errores.
Al final, el Gobierno tuvo que suspender el inicio de las obras de la carretera, más por obligación que por convicción, no sin antes “haberles sentado la mano” a esos falsos indígenas, respondones e insensibles a la voluntad del jefazo. Un verdadero indígena sabe y proclama que: “la carretera se hace porque Evo así lo ha decidido”.
No tengo dudas de que lo que está en juego con ese proyecto es mucho más que un conflicto ecológico y étnico. Para empezar, sería bueno que el Gobierno despeje toda duda haciendo público el contrato con OAS; caso contrario, gracias a los wikileaks, el tema seguirá salpicando inclusive a otro sobrevaluado ex presidente del Brasil.
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