La Organización del Atlántico Norte y el Pacto de Varsovia constituyen las más famosas y significativas alianzas de la época de la guerra fría, y suelen considerarse como construcciones diplomáticas simétricas por su origen histórico y como expresión del enfrentamiento entre el este y el oeste en el continente europeo.
Y los pactos bilaterales o multilaterales de alcance regional quedan como simples elementos de unos bloques mundiales de creciente complejidad. Es cierto que la Segunda Guerra Mundial había mostrado ya prácticamente el ámbito planetario en que actuarían en adelante los sistemas internacionales, empezando de Hitler, continuando por Churchill y acabando en Roosevelt para, prolongando en la paz la gran alianza de las potencias vencedoras, establecer un orden político de seguridad colectiva, enmarcado en la Organización Mundial de Naciones Unidas, institución depauperada, para todos los países del Globo.
Fracasado este intento ya manifiestamente en 1945-1946, y producida la ruptura soviético-occidental en 1947, se creaba un enorme vacío diplomático en las relaciones internacionales, pues nada podían significar los tratados bilaterales de la guerra -como el anglo-soviético de 1942, o el franco-soviético de 1944- y de la posguerra -por ejemplo, el anglo-francés de 1947-, que aún tenían por enemigo común a Alemania o a su eventual resurgimiento militar.
El enfrentamiento de las naciones occidentales con Rusia impondrá nuevos agrupamientos, y éstos se enmarcan en otras condiciones históricas. Tres de esas condiciones son esenciales en la configuración de la estructura política internacional y de nuevas formas diplomáticas, y la más definitoria, sin duda, es esa dimensión planetaria anunciada ya con la guerra.
Los antagonismos rebasaron su primer campo europeo, y se multiplicaron los mecanismos diplomáticos hasta constituir extensas redes de verdaderos bloques mundiales; las alianzas europeas, aún conservando su carácter de comunidades político-militares permanentes que las distingue de otras formaciones regionales, quedarán como partes de los dos bloques rivales. Porque el segundo y más sobresaliente rasgo de la época es la radical bipolaridad de un sistema internacional en el que dos de sus elementos rebasan en potencialidad en tal grado a los otros, que éstos no pueden más que agruparse en torno a uno u otro de los grandes.
Sin entrar en detalles de la historia de la OTAN y el Pacto de Varsovia es muy significativa la hipocresía de Rusia y China, pero también de Brasil, Sudáfrica y la India que no apoyaron directamente la intervención en Libia, pero la acabaron cohonestando.
Se pensaba que tras la caída del sistema soviético, que abandonó cobardemente a Cuba y que permitió la muerte de 3 millones de vietnamitas, masacrados por la intervención norteamericana, se acabarían las intervenciones, aunque solapadas. Ahora pretenden recuperar sus economías con la reconstrucción del país que destruyeron de manera pérfida. No se tienen datos certeros del número de muertos no asesinados por las tropas gadhafistas, sino por los bombardeos que permite la tecnología moderna. En realidad no se necesita ocupar físicamente un país para destrozarlo (por lo menos 20 mil muertos).
Y el rol de Francia fue deleznable. Mientras hablaban de paz, entregaban armas a los “supuestos rebeldes” en una política colonial ya muy conocida porque no le quizo comprar sus aviones, cuando en el mercado existen mucho mejores, especialmente en Rusia. E Italia vanguardizó la agresión a su ex–colonia porque no quería pagar las cuantiosas inversiones de Libia en su economía gracias a su riqueza petrolífera.
La OTAN se ha aplazado históricamente y ya nadie se puede sentir seguro en el mundo a partir de que ahora Rusia, China y Estados Unidos son aliados después de haber sido enemigos en el pasado. Además que estos estados generan las condiciones profundas no solamente de un cambio climático, sino la degeneración de las ideas de cambio positivo.
(*) Politólogo
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