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Invitado


Domingo 18 de septiembre de 2011

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Cultural El Duende

Gabriel Chávez Casazola

18 sep 2011

Fuente: LA PATRIA

Gabriel Chávez Casazola. 1972. Poeta, escritor y periodista boliviano. Ha publicado Lugar común (1999), Escalera de Mano (2003) y Agua iluminada (2010). También tiene un libro de ensayos y otro de crónica periodística. Ha editado Historia de la Cultura Boliviana en el siglo XX (2 vol. 2005 y 2009). Cuida asimismo la edición crítica de obras clásicas de autores nacionales. Como periodista ha sido condecorado con el Premio Nacional de Ensayo Periodístico y un Biodiversity Reporting Award de Conservación Internacional. Por su labor intelectual, el Estado le ha otorgado la Medalla al Mérito Cultural.

La noche americana

En aquel tiempo mi pueblo tenía cuatro cines / y dos teatros donde nunca había teatro / y por eso funcionaban como cines.

Tres de los cines estaban cerca de la plaza principal, / a menos de dos cuadras cada uno, y el último / de los cuatro lejos, en una / avenida de las afueras, con asientos que iban disminuyendo / gradualmente, / en la primera fila ocho, en la segunda siete, / en la penúltima dos y en la / final apenas uno. / Era considerado de mal gusto acudir a ese cine. / Mejor era visitar los cines céntricos, con los papás a función / de tanda y con los amigos a matinée, para pirañear chicas.

Yo no tenía papá y por entonces tampoco tenía chica. / Todos los jueves me peinaba con esmero el cerquillo / de niño, vestía la camisa roja del colegio que no me / correspondía y salía de la mano de mi / abuelo / –que era mi padre pero yo no lo veía así, era un tonto

pero no lo veía.

Caminábamos a trancos largos rumbo a la plaza, / largos trancos como sus grandes zancadas, / y llegábamos siempre a tiempo para ver / a Charlton Heston / perder el control de algún avión, o a Richard Burton, / disfrazado de nazi, / olvidarse de Liz Taylor y del bourbon.

Mi abuela no, mi abuela no iba a ver esas películas: / ella decía que los niños debían ver cosas / más edificantes –y conste / que no quiero hacerla quedar mal: ella fue la primera / mujer del pueblo en trabajar, y en trabajar en un cine / por dos días, vendiendo las entradas allá en los neblinosos / años 20.

Ella me llevó al cine Libertador, donde luego fue el / boliche de un narco, donde luego fue una secta, donde luego / fue un banco –ay Charles, en tu travesía en el Beagle: ¿ves / que tu teoría de la evolución estaba equivocada? / Quería ella que viera un drama hindú que repudié / con mi llanto, un / drama donde niños y elefantes se perdían.

Mi madre, no, tampoco. Mi madre no gustaba / de las cintas de guerra, como abuelo; a ella le agradaban los / dramas aburridos y dramáticos, / si cabe. Películas francesas donde el cigarrillo / no terminaba de arder nunca, ni tampoco acababa la plática / poscoito de algún Depardieu joven y su amante: / nada que ver con las francesas que veíamos con abuelo, / con Yves Montand en Police Phyton confundido entre / desguazar el crimen o desnudar a Stefania Sandrelli, o / –hablando de policías– Bullitt, / de Steve Mc Queen, persiguiendo raudamente / un automóvil raudo, / que ése sí le gustaba a mi madre.

Había películas por cierto prohibidas para menores de / 14 años, que cuando no se trataba de desnudos sino de / muertos y heridos,

mi abuelo se ingeniaba para verlas juntos, pasándole / un billete al censor, el señor Alurralde, cuya nieta tenía una / belleza sosa y algo desvaída.

Hombre consciente y ético como él solo, / el señor Alurralde no aceptaba / esas contribuciones cuando el veto suponía / un desnudo prohibido para menores de 18 ó 21 años. / Mi madre –eso creo recordar– intentó / una tarde sobornarlo / para que me dejara entrar en una película francesa / en blanco y negro en la que había un desnudo, / pero sólo le dejó ver una escena / por el niño, usted comprende, cuya inocencia nada / puede comprar, ni / siquiera el billete de diez pesos bolivianos con la cara / de Busch, el dictador suicida.

Ah, el señor Alurralde. / Felizmente los curas de mi colegio –jesuitas al fin y al / Cabo– comprendían mucho mejor estas cosas y me

dejaban entrar a películas prohibidas, / a sabiendas de que las entendería. / Así descubrí, con mi abuelo en la butaca de al lado, / todo el gran cine / alemán, todo el gran cine italiano, todo el no tan grande / cine español y las películas bolivianas de Jorge Sanjinés, / que no entendí, que me parecieron aburridísimas / –¿no era yo un niño de ocho años? ¿He cambiado / de opinión ahora que voy por el calibre treinta y ocho?– / a diferencia de la impresión que seguramente / tenían de ellas las largas filas de personas que se / aglomeraban para verlas aquel verano del 79, / cuando ya no había señores Alurralde que / pudieran prohibir que se exhibieran.

Ese año –o el anterior– volvió mi padre del exilio / –¿creo haberles dicho que yo no tenía uno?– / y me llevó a La Paz, / pero yo extrañaba a mi abuelo y los jueves de cine / con mi abuelo, / y ante mi llanto inconsolable –como el de la película / hindú de los niños y los elefantes– me llevó a la Cinemateca Boliviana, / otro edificio viejo al lado de otro colegio / de jesuitas, donde un amigo político suyo de luengas barbas /me embelesó con revistas y folletos / de la historia de Hollywood, de la historia del / expresionismo alemán, del neorrealismo italiano, de la / nouvelle vague, cosas que escribía un / curita catalán que, según oí en la BBC al año siguiente, / en una vieja radio junto a la cama de mi abuela, / habían matado y abandonado por ahí, / una noche en que lo secuestraron / al salir del cine donde había acudido a ver Los desalmados.

Y en aquel octubre del 79, como ustedes y yo supondrán, / aprendí a criticar muchas cosas del cine que veíamos / abuelo y yo / los jueves, pero jamás le perdí encanto. / Seguí creyendo en Anthony Queen en El secreto de / Santa Vitoria y en Charlton Heston en Pánico en el stadium.

Richard Harris –el irlandés de marras– me emocionó en / Un hombre llamado caballo –la primera / que vi solo– y James Mason y Cristopher Plummer en / su versión de Sherlock contra Jack the Ripper. / Vi El Puente sobre el Río Kwai también –esa lección / de dignidad (de estúpida dignidad) que mi familia / celebraba y compartía–; y al mismo / coronel inglés, por obra y gracia del espíritu del celuloide, / lo vi / convertirse después en Ben Kenobi.

Ah, cuántas cosas –limas umbrales atlas copas clavos / como hubiera escrito Borges; cuántos Peter Sellers– / detectives, sabios chinos, actores / indios de reparto– / vi pasar todos aquellos años de pantalla en pantalla, / mientras los dos teatros de mi ciudad, convertidos en / cines, proyectaban películas porno / que yo no veía

y cintas en trasnoche con un halo de misterio, / con nombres igualmente misteriosos –y evocativos / entre sí: Emmanulle (ah! Sylvia Kriste1) o (ah, Peter O’ Toole) Calígula.

Después crecí. Crecí como se crece inevitablemente. / Un día comenzaron a cortarse las luces en uno / de esos cines de mi infancia / y King Kong se quedó con la mano extendida hacia la bella. / Otro día salió una cholita debajo del hueco de la pantalla / de otro de esos cines –el cine Un, con apellido chino– / arrastrando ante sí una / carretilla, / y poco tiempo después se cerró el cine. / Y una noche, por fin, mi abuelo, el de los trancos largos / de los jueves, / el de las películas de Rommel, el Zorro del Desierto / y Los 12 del Patíbulo / con Donald Sutherland y el pelón Telly Savallas, / en mitad de la película quedó dormido al lado mío, / dormido cuan ancho era y no pudo ver el nudo / y el final y salió protestando por más que yo intentaba / convencerlo / de que Gorki Park era buenísima.

Él era un veterano de las películas de guerra / y de la guerra fría. ¿Cómo podía no gustarle esa / película, como pudo / dormirse? / Fue el primer beso de la muerte, esa doncella, / pero yo era demasiado / niño para saberlo. Tenía casi 80 años / y yo comenzaba a no tener padre otra vez pero no lo / veía así, era un tonto pero no lo veía.

Más tarde abuelo perdió las ganas de ir al cine. / No le cabía en la cabeza que Bond ya no persiguiera / comunistas. El mundo había cambiado y los / argumentos también. Será por eso que comencé a

preferir la matinée del domingo con mis compañeros de / colegio.

Ahora que pienso que los cinco cines y los dos teatros / de mi pueblo están / cerrados, / que Richard Burton y Charlton Heston y Richard / Harris y Anthony Queen y Sir Alec Guinnes están muertos, / como mi abuelo, / como Yves Montand, como James Mason, como el señor /Alurralde, / mi memoria me lleva a la confitería Palet, / en la plaza de mi pueblo, / donde al salir del cine cada jueves me esperaba / –como sobre un altar– / una hamburguesa –la mejor que jamás había probado– / con catsup y pepinillos, o un hot dog / con humeante mostaza / –el veintiúnico hot dog que servían en mi pueblo.

Y entonces pienso en Liz Taylor, / que tal vez aún esté viva, habiendo sobrevivido más / de veinte años a Richard Burton, y pienso en ese niño que / fui yo / y que aún está vivo / habiendo sobrevivido más de veinte años a los / cines cerrados convertidos en templos falsos, / en bancos, en fui a tu pueblo al verano siguiente; / en ese niño al que no pudieron sobrevivirle / las inefables hamburguesas / y hot dogs de la confitería Palet, / cuyo sabor aún intento recrear cada domingo en casa, / mientras pongo una película en el dvd para que la vean / mis hijos / –nada de elefantes hindúes, / por favor– o para verla sólo en las madrugadas / –funciones de trasnoche, hubiéronlas llamado–, / donde sólo el bourbon y el fantasma de Peter Sellers en / la fiesta inolvidable sobreviven / –más de veinte años después– / a Richard Burton / y a todo este atroz naufragio.

Fuente: LA PATRIA
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