Las cifras son más que evidentes: el mundo es más inseguro y más injusto después del 11 de septiembre gringo. Lo que sucedió ese día hace diez años ciertamente marca un antes y un después en la historia mundial globalizada a sangre y fuego. Pero el terror global se apoderó de los centros de poder hasta posiciones de impunidad totalitaria, rayada en un neocolonialismo sofisticado y terroríficamente justificado. Las cifras más conservadoras indican que Occidente gastó en armas y guerras más de 4 billones de dólares, es decir dos veces más de lo que lo bancos gringos robaron para causar la crisis mundial en el 2008. Más de un millón de muertos, sobre todo en los países árabes: Afganistán, Irak, Yemen y Pakistán. Desaparecidos, torturados, desplazados, mujeres violadas y enajenadas por los ejércitos ocupantes, y muchas regiones como Irak y Afganistán completamente destruidos. La sed de venganza occidental y cristiana ha tenido justificaciones legales: guerra contra el terror. Como siempre, a lo largo de la historia, encontraron las razones para argumentar sus cruzadas modernas en contra de todo lo que es distinto, o les incomoda en su afán de dominio absoluto y totalitario.
Mientras el mundo esté como esté: bajo las coordenadas occidentales, siempre habrán torres gemelas. Es decir, mientras los teólogos de la muerte occidentales justifiquen que en el mundo hay buenos y malos, y los buenos son ellos, las reacciones de la periferia no se dejarán esperar. Los bárbaros también tienen sus razones de sobrevivencia, y la periferia mientras siga siendo tratada con esos ojos ciegos de ira y mirando con un solo color, pues seguirán existiendo torres gemelas. Y al parecer, los teólogos de la muerte occidentales no entenderán sino hasta que sus propios muros se derrumben y se destruyan. Ya sucedió en varias ocasiones de la historia occidental.
La crisis económica subraya lo que está sucediendo en la profundidad de los acontecimientos. La insostenibilidad del modelo occidental (crisis ambiental y final de los modelos económicos) no es solamente coyuntural y de escala mercantil. La crisis es total. Es también una crisis moral, ética y filosófica de occidente. Sus ideologías que la justificaban: iglesias católicas y evangélicas, se hunden en la paranoia sexual y falta de ideales porque sus sociedades están vacías y automatizadas en el consumo, y la frivolidad del disfrute coyuntural del cuerpo y la estética. Sus valores no tienen ya sentido existencial, sino sólo el material y la soberbia sobre la naturaleza y el pensamiento. Ya no son capaces de distinguir entre lo democrático y lo totalitario, porque el miedo de sus refinadas sociedades ha llegado hasta límites impensados: su comodidad no puede ser perdida (el mundo no interesa) y debe ser mantenida aún a costa de destruir otras civilizaciones y formas de vida. Que eso se llame guerra contra el terror y otras variantes, no importa, mientras ellos estén cómodos y bien cuidados, por lo que la democracia ya no existe, sino el mandato de los ejércitos y los servicios de inteligencia: el fin justifica los medios. Sus hipócritas políticos saben que deben mentir en los salones de las Naciones Unidas, donde los refinados cuellos y muy diplomáticos y finos cócteles barnizan la tragedia que se destila hacia el Tercer Mundo. Negocio redondo.
Otra vez el final de un ciclo termina teñido de sangre, de pobreza y miseria. El desfile de billones de dólares justificando una manera de vivir occidental: ostentosa, soberbia, destructora del medio ambiente y de la vida misma, nos señala el camino que debemos seguir. Sabemos con claridad que esos modelos son destructivos e insostenibles. Totalitarios y poco recíprocos. Sus religiones ya no tienen nada que ofrecer, sino esclavitud, soledad y sufrimiento. La película es tan clara, que nuestros cumpas nos dirían: no hay por donde perderse pues. El futuro está en nuestro pasado: nada tenemos que imitar, no tenemos porque imitar a una cultura destructiva y autodestructiva. Nuestras religiones son más sabias y realistas. Más humanas y contemplativas. Nuestras filosofías más terrenales y comprensivas. El retorno a nuestras fuentes y vertientes culturales es la respuesta, debería ser, ante semejantes espejismos y degradantes formas engañosas de vivir esta vida. Esta es otra oportunidad, quizás la más clara, de que nos desmarquemos de esa pesadilla que es occidente, y toda su maquinaria destructiva y cruel: ideológica, cultural, religiosa, militar y política. Es tiempo de vivir lo nuestro: Pachacuti. El futuro está en nuestro pasado, nos toca reírnos de la soberbia y de su destrucción, animemos todos los tinkus posibles de convivencia. Porque no es nuestra destrucción, sino todo lo contrario.
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