Loading...
Invitado


Domingo 04 de septiembre de 2011

Portada Principal
Cultural El Duende

Edwin Guzmán Ortiz:

Revelaciones/reverberaciones de Raúl Lara

04 sep 2011

Fuente: LA PATRIA

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

(Oruro, 1940-2011)

Raúl Lara Tórrez vino a este mundo para pintar. Pintar, arduo oficio que demanda renunciamientos mil y una férrea voluntad de imponerse a todo aquello que atenta contra la belleza perenne. Raúl decidió escamotear lo fácil, las veleidades de esas vidas servidas en bandeja de plata, decidió abrirse camino en ese mundo siempre desconocido y complejo, ese universo fascinante de la creación.

Se inició haciendo escuela, aprendiendo el alfabeto abierto de los colores y las formas. Gustavo, su hermano, lo guió en los primeros trazos, y al revelarse su incuestionable talento, dejando San José, la mina orureña que lo vio nacer, se dirigió a la Argentina donde sigilosamente por más de una década fue aprendiendo a capturar lo circundante línea a línea, trazo a trazo. Con paciente dedicación fue descubriendo las múltiples maneras de capturar la realidad. Lo visible y lo invisible fue el universo que plasmaba su pincel. Representar la forma y el espíritu del mundo que le rodeaba y que le era definitivamente entrañable. Miles de bocetos, innumerables esbozos, pequeños cuadros atiborrados de esperanza salían de sus manos, y así iban configurando ese legado que haría de Raúl, años después, uno de los pintores más brillantes de Bolivia y el continente.

Mas, no fue la cómoda faena del pintor despreocupado lo que marcó su ruta, tampoco la del esteta ciegamente abocado a la perfección. Prohijado por la cultura y el sentimiento mineros, palpó desde niño la iniquidad de la inequidad, las estribaciones de una sociedad desigual y dolorosamente injusta. Confirmó ese legítimo sentimiento, con la infausta tortura y desaparición de su hermano menor, Jaime Rafael –también pintor–, por la dictadura militar argentina. Eso le permitió comprender que en sociedades, como las nuestra, la lucidez es una virtud peligrosa. Raúl, fiel a sus convicciones y su clara visión, se impuso la tarea de llevar su verdad hasta las últimas consecuencias. Es decir, pintando aquello que está más allá de las apariencias, aquello que habita tras la piel y se agita dentro la gente, aquello que se desprende como una exhalación y revela lo que ineluctablemente somos. Así, no cedió un milímetro a la estupidez y se embarcó en la empresa de iluminar la existencia desde sus contornos más arduos: la cultura, los mitos, los sueños, lo cotidiano, la fiesta, la otredad, el sufrimiento, en suma: su identidad.

Para un artista auténtico, la ruptura es el mecanismo cuestionador de esa realidad monda y lironda, oleada y sacramentada que nos fue impuesta; socavando la tradición, trizando sus esquemas, violentando sus percepciones, desnudando los estereotipos que arman una realidad convenida. Para un artista como Raúl, fue eso y mucho más. Desde ese espacio indecible: el lienzo, empezó a configurar una escenificación jalada de esa Bolivia abigarrada e intersticial. No fue su personaje privilegiado el k´ara, ni el indígena iconizado por el tours, sino venerables mestizos, cholos cuya gravedad constituye una vindicación de su presencia. Por supuesto que ésa también es la Bolivia que vive y late en medio de una historia plural. Ya no el lacónico indiecito con su quena posando junto a una llama –cual imaginó el romanticismo–, ni el paisajismo altiplánico coagulado en ocres, que terminó en manido estereotipo, y en parálisis semántica.

Raúl Lara se embarcó en la tarea de leer la complejidad del mundo mestizo en los andes bolivianos. Tarea nada sencilla, y de largo alcance, en un tiempo en que el develamiento y la reivindicación de las identidades que pueblan el mundo es un desafío histórico y un deber moral. Su obra, en esta vena, es uno de los aportes más lúcidos para entender un estrato extenso de la sociedad boliviana. Para comprender y valorar un ámbito social que tiene un peso cultural gravitante al interior de la complejidad social del país.

Por lo mismo, se propuso a partir de su obra un redimensionamiento de los códigos plásticos al uso. Repensar la estética pictórica de las múltiples identidades dentro la identidad mestiza, reconsiderar el espacio, reinventar la sintaxis compositiva, encarnar los mitos, las pulsiones y las formas. Hacer de sus cuadros un escenario donde –a fuerza de dibujos, perspectivas y colores– la vida, las esperanzas, el dolor, los sueños, lo irreductible, hallen en lo profundamente humano, su talante.

En ese marco, el espacio asume en su pintura una dimensión polivalente. Plasmado a partir de una configuración subjetiva, la estabilidad se ve cuestionada a través de un cruce imprevisible de planos, a través de una azarosa perspectiva donde se abren espacios contiguos, colindancias que revelan ámbitos donde algún personaje revela su otredad. Puertas o ventanas semiabiertas donde una atmósfera deviene en otra, donde el espacio se prolonga y predica que la realidad no termina ahí, si no halla su multiplicación en lo sucedáneo. Sus espacios no configuran un sensación de clausura ni de resolución centrípeta, más bien son una invitación a la expansión, sea en sus metafísicos altiplanos, en la respiración de los cuartos, sea en los colectivos donde la realidad se multiplica a través de esa ventana replicante: el espejo. Por lo mismo, el espacio asume una identidad onírica, en él todo es posible, la flotación, la mágica coexistencia, la fuga, incluso, la desmaterialización ontológica.

Los personajes de sus pinturas, ergo, son redimensionados debido a su paso por ese tamiz espacial. Su materialidad es relativizada en función de su gravitación al interior del cuadro. Cuerpos levitantes y levitancias chagalianas contrastan con la gravedad corporal de personajes dueños de una solidez terrenal. Seres que hallan su más evidente concreción contrastan con entes etéreos, siluetas y personajes en vía de borramiento o insinuación sinecdóquica. Los cuerpos también se manifiestan desde una heteróclita condición postural. Ya de frente, o de espaldas, contiguamente o desasidos, solitarios o solidarios, sus personajes terminan implicándose en una suerte de telar tutelar.

Raúl como pintor del mestizaje, explora esta condición desde los diversos referentes culturales. Además de representar sus múltiples personajes: cholos hieráticos, doñas exuberantes, mujeres depositarias de un erotismo etéreo, mágicos infantes –todos, distantes al biotipo racial occidental– pone el énfasis en su imaginario atiborrado de sueños y representaciones arquetípicas. De este modo, se convierte en un artista que pinta la subjetividad, haciéndola evidente a través de una visión inédita, lo que sin duda lo convierte en unos de los pintores bolivianos que de manera más compleja ha calado en la identidad mestiza boliviana. Temas tabú son liberados por su pincel, de ahí es que el erotismo mestizo adquiera una relevancia particular en su obra. El desnudo femenino atraviesa buena parte de su producción, y se convierte en un personaje ubicuo y mágicamente iluminador, como transgresivo de lo cotidiano; en resumen, también la desnudez y los cuerpos son reivindicados ocupando un lugar y una función liberadora.

El contraste revelador constituye un leit motiv recurrente. Lo delimitado y lo abierto: “El imaginero” y, “De Colcapiruha a Chiripugio”; del atiborramiento barroco a la singularidad: “De Quillacas a Torotoro” a “La Naturaleza y el pintor”; de la contemplación a la fiesta: “Mina San José” a “Van Gogh en el carnaval de Oruro”; de la concreción a lo onírico: “El bautizo de Isabella” a “Composición con figuras”; de una poética del exceso al decoro: “El entorno de Ubaldina” a “Niña Waka”; la sobriedad del color y la pirotecnia cromática: “Media mañana en Oruro” y “Sueño de Sebaruyo”, en fin la dialéctica de enfoques y de temas cubre casi la totalidad de su obra, y nos abre a una lectura plural, donde el juego de contrastes y paradojas es también una manera de comprender la riqueza y complejidad de su universo creativo.

No se halla exenta de esta consideración la exploración cromática de su pintura. El color por cierto constituye un universo que más allá de representar una u otra realidad, ostenta una dimensión simbólica y, para el pintor, constituye un ámbito de incesante búsqueda, que termina definiendo su identidad. En la obra de Raúl Lara es posible seguir un itinerario de este cometido, desde sus cuadros pertenecientes a la primera etapa donde los tonos agrisados y ocres eran los dominantes, hasta esa fiesta del color que manifiesta su obra ulterior, a partir de la fuerza de los turquesas, cobaltos, fucsias y magentas. El azul, sobre todo el azul, baña parte importante de sus pinturas, diríase que Lara ha reinventado el azul tocado por la mágica luminosidad del cielo orureño. Es más, la cultura andina aparentemente recatada desde su identidad cromática, estalla en una salva imprevisible de colorido fulgor en la fiesta, de ahí que nuestro pintor recupere esa velada potencia y la plasme en sus cuadros donde el carnaval es el protagonista, situación que además se prolonga en otras pinturas donde recrea la subjetividad intensa del mestizo.

Aunque cada periodo de su pintura tiende a representar temas y atmósferas, trasmitiéndonos el lúcido cinetismo de su mirada y la compleja percepción de su entorno, llega un momento que trasciende la realidad de la pintura sola, para terminar narrándonos sus fantasías a través de cuadros concatenados que relatan una historia. La serie de frescos de Van Gogh constituye una narración pictórica en las que Raúl despliega un itinerario por los lugares, personajes y acontecimientos entrañables a su existencia. Van Gogh, un símbolo del artista auténtico, es para él la encarnación de su caminar y la identificación de su yo más profundo, la del creador que transubstanciado en un alter es otro, y el mismo, en permanente periplo: viviendo, compartiendo y pintando lo que el mundo, su mundo, le va revelando.

El cielo, el altiplano. El colectivo, los espejos. Los adultos, los niños. Los cuartos, los cuerpos. La fiesta, el recogimiento. Lo mágico, lo doméstico. Lo sagrado y lo profano. Los rostros, las máscaras. Lo alado, lo anclado. Lo metafísico, la piel. Lo de adentro, lo de afuera. Lo de aquí y de más allá. La luz y la sombra. De Colcapirhua a Chiripujio. De Arles a Oruro. La pintura para Raúl Lara fue un viaje incesante. Un viaje por su realidad más recóndita, un viaje por el imaginario mestizo que se prolonga en lontananza, como el altiplano. Un pintor que recorrió con su mirada y su pincel ese vasto y rico universo.

El orureño –con frecuencia imperceptible– que caminaba las calles, el campamento minero de San José, los barrios populares, los mercados, el carnaval de Oruro, tomando apuntes, tramando bocetos, leyendo el alma de los eludidos. Sencillo y profundo como él solo, con los premios y galardones que le seguían por detrás, con la estatura de su arte, hoy, con seguridad, una de las más importantes de la plástica boliviana contemporánea.

Edwin Guzmán Ortiz. Oruro, 1953.

Escritor, poeta, crítico de cine y arte.

Fuente: LA PATRIA
Para tus amigos: