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Domingo 07 de agosto de 2011

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Cultural El Duende

El último Barthes

07 ago 2011

Fuente: LA PATRIA

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Es trivial escribir de un ser que es insustituible (¿quién no lo es?). Veo sin embargo una razón suplementaria para aplicar a esta frase a Barthes: razón que se relaciona con el papel que asumía en nuestra vida intelectual.

Formaba parte, en Francia, de esa corta lista de nombres que ocupan la cúspide de la pirámide intelectual; era uno de aquellos cuyos últimos libros se espera siempre que haya leído uno, libros que podían ser tema de conversación entre desconocidos, era también uno de esos de quienes le pedían a uno noticias automáticamente en el extranjero, como si la celebridad del nombre garantizase la familiaridad con el personaje: ¿Y qué es del Fulano?¿Y en qué trabajas Barthes? Podían también leerse enumeraciones según las cuales tal escuela de pensamiento, tal movimiento artístico o filosófico estaba compuesto por, o tenía como cabecillas a X, Y, Roland Barthes y Z. Hubiera podido pensarse que, por esa razón no era insustituible: una guía de pensamiento entre otros.

Pero justamente Barthes no era un guía de pensamiento, aun cuando ocupaba ese piso superior del edificio intelectual, y en eso es en lo que era único. Más que ser un guía entre otros, producía un efecto de distanciamiento en todos los discursos guiadores que nos rodean: ejercía sobre cada uno de ellos un desplazamiento apenas perceptible, después del cual sin embargo no se podía ya entenderlo como antes. Había creado para sí mismo una función y, al asumirla, se había hecho indispensable; es difícil ver quién podría sustituirlo en esa función; consistía en subvertir la guía magistral inherente al discurso.

Costaba mucho trabajo situar los textos de Barthes en uno de los grandes tipos de discursos que nos son familiares, y que nuestra sociedad recibe como naturales; y eso servía a menudo de punto de partida para un ataque contra Barthes, por parte de uno de esos espíritus que confunden la cultura con una naturaleza, con una ley penal; no es de veras un científico, decía, ni del todo un filósofo, y después de todo tampoco un novelista. A veces, cediendo a la presión, producía un texto claramente inscrito en el género “científico” o “filosófico” (son los menos logrados); y entonces, para verle ocupar sucesivamente todas las casillas del cuadro y poder asignarle un lugar tal vez definitivo, divulgaban periódicamente el rumor de que Barthes se iba a dedicar a la novela. Demostraban con eso que no habían comprendido en qué consistía la novedad de su discurso. Lo que escribía era ya ficción, pero una ficción que incumbía al acto mismo de su enunciación. Más que el novelista auténtico de una historia ficticia, Barthes era el enunciador inauténtico de historias (o de discursos) verdaderos.

Barthes había llegado pues a poner en peligro el discurso magistral produciendo él mismo un discurso de estatuto inédito: de contenido intelectual (científico-filosófico), estaba sin embargo desprovisto de la modalidad asertiva, y no se prestaba, como hubiera debido, a la prueba de la verdad. Su modalidad propia era la de la ficción, a la que no se le dirige la pregunta de lo verdadero y lo falso: la modalidad de la cita. No lo ocultaba, y había puesto a la cabeza de uno de sus libros: Todo esto debe considerarse como dicho por un personaje de novela.

Llegaba a este resultado de varias maneras. En el interior de cada texto, por un trabajo sobre el lenguaje: paronimias, anfibologías, metáforas. Los textos de Barthes empiezan a menudo como artículos eruditos: se plantea una distinción, y se definen términos. El lector ávido de saber se regocija ya: hay aquí, se dice, armas bien experimentadas que en lo sucesivo podré usar a mi vez. Pero poco a poco, y como por efecto de una estrategia concertada, la esperanza queda defraudada; y si existen barthesianos en alguna parte del mundo, no se reconocen por un acervo de conceptos comunes: aquellos que en cambio han utilizado y aplicado a Barthes, lo han confundido con uno de sus personajes. Las palabras de Barthes no se convierten nunca en armas, y no permiten asir (begreiffen); a medida que el texto avanza, en lugar de precisarse, estallan, se dispersan, desaparecen.

Aún si cada texto hubiera sido una exposición coherente de ideas, la secuencia de los diferentes textos hubiera bastado para destruir la ilusión de sistema. En un filósofo, en un guía de pensamiento, cada libro nuevo ilumina un trozo diferente del mismo sistema: simplemente, no se puede hablar de todo a la vez; se tratan pues los aspectos del problema uno por uno. Nada de esto en Barthes como tampoco se ve en sus textos sucesivos formar la pareja después de todo tranquilizadora de la contradicción (tiene uno ciertamente derecho a cambiar su opinión, es decir a mejorarla). Los libros suyos están solamente desnivelados, desplazados, embrollados los unos respecto de los otros. Los diferentes métodos se suceden sin articularse, sin renegarse tampoco; más bien por deslizamiento. Cada voz podía parecer auténtica si se la escuchaba aisladamente; juntas, cada una marca a la otra con la señal del préstamo (si no del robo).

Finalmente, para quien no hubiese percibido ni la dispersión intratextual ni el embrollo intertextual, Barthes escribió, en el último período de su vida, varios libros, y especialmente su Roland Barthes, donde describe con detalle cómo trata de producir un discurso que no se enuncie en nombre de la Ley o de la Violencia, un discurso que renuncie a los valores militares: heroísmo, victoria, dominación. Nadie debería seguir tomando a Barthes por un semiólogo, un sociólogo, un lingüista, aunque se haya prestado sucesivamente a su voz a cada una de estas figuras; ni tampoco por un filósofo, o un teórico. (La foto pública de Barthes que prefiero es aquella en que explica en el pizarrón una ecuación estructuralista sonriendo, la sonrisa asume allí la función de las comillas).

Los libros de Barthes no son exposiciones de ideas sino gestos verbales, son action writing: contaba intransitivamente, por el acto mismo de la producción. Pero abandonando la ambición de ser el detentador de la verdad, no podía ya ser un guía (un guía de pensamiento, en todo caso: un guía de vivir, tal vez); y no siendo un guía magistral, se desinteresaba del poder. A favor de una mayúscula fácil (el Poder), se puede, es cierto, impugnar esta última proposición: Barthes participaba sin duda del Poder intelectual, pero en lo que se refiere al poder (al de verdad). No sólo no lo buscaba sino que huía de él; prefería los honores, y los signos de amor.

Podría decirse también que Barthes no quiso asumir nunca el discurso del Padre (otra mayúscula frágil: ¿y si los padres no se portasen como Padre?). Había siembre algo adolescente e incluso infantil en él. No tenía una verdad que imponer a los otros, ni siquiera a sí mismo; por eso (tal vez) era tan vulnerable a los ataques a los que lo sometían periódicamente, y no sabía de veras defenderse de ellos (un mal guerrero, decididamente). Parecía tener siempre la edad de los estudiantes de su último seminario (mientras que entre tanto envejecían las promociones anteriores), y no le costaba ningún trabajo estar al nivel de las recientes innovaciones. Los Fragments d’un discours amoreux parten también de una palabra adolescente, la de Werther; ponen en escena el amor, no el deseo. En el universo de las sensaciones, el polo negativo estaba ocupado por lo pegajoso, como en los niños, y su fantasía de la familia era también la de los niños, hecho solamente de las relaciones verticales: el deseo no tenía por qué comprometerse en ella. No, no podía ser sino un Padre paradójico, como las madres de Apollinaire hijas de sus hijas; padre de su madre y como dice en su último libro, padre de sí mismo. Y su muerte ¿no es la de un niño? Al cruzar la calle.

Tzvetan Todorov. Lingüista e investigador ruso.

Fuente: LA PATRIA
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