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Domingo 24 de julio de 2011

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Cultural El Duende

Glosas líricas: COLEGIO NACIONAL BOLÍVAR

24 jul 2011

Fuente: LA PATRIA

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Sólo las lenguas muertas ondularían en los espacios en una trágica existencia de no entender las maravillas del conocimiento. La poesía y las pruebas numéricas estuvieran inhumadas; la gramática estaría podada en sus raíces; las reacciones químicas permanecerían entumecidas; y la conclusión de la física sería en un aquelarre. No más que anquilosis de las mentes, no más que guillotinas para los cuerpos; serían las humanidades el pasto de las culebras que envenenan con el mordisco de la desidia.

Para qué pensar si habría hipótesis o axiomas que abrieran su tangibilidad a los seres escogidos, que no sólo tienen alma sino también un mundo girando en lo más hondo de los sesos. La inteligencia que se sobrepone a los desdenes, lo mismo que a las agresiones de los ignaros. Sería que existe un astro muerto, sin luz ni calor, si en las ciudades no hubieran los establecimientos de enseñanza, los Colegios que han superado los crepúsculos para alcanzar luminosidades en las noches.

Tal fuera el pensamiento del Libertador Bolívar y tal dinamia seguidora de Antonio José de Sucre, cuando determinaron la instalación de escuelas de la enseñanza en todos los ámbitos de los países reconquistados de la violencia ibérica. Sabían ellos que ante la cultura europea, los pueblos americanos cosecharían esperanzas, harían correr ideas como ríos, y engalanarían los templos con las pretensiones bien sembradas de libertad y de emancipación.

Así fue que cuando las batallas de Junín y Ayacucho fueron realidad victoriosa, la explosión de la independencia penetró en las fronteras todavía no existentes hasta el contenido de la vieja Charcas, corrió el rumor sin palabras que hablaba de una nueva concepción para el ahora sí Continente Nuevo. No había que perder el tiempo, y el río Desaguadero fue testigo o incitador para que el Gran Mariscal de Ayacucho, escondiera su secreto de libertar no a naciones, conforme a tratados antiguos, sino a personas con ansias de hacer amanecer repúblicas novísimas. Los aires del Alto Perú agitaron la capa de los Libertadores para convertirla en la toga alba del sacerdote que consagra una Patria recién nacida. Y así nació la Bolivia que no podía tener sombras porque recién empezaba, que trazaría en los diseños de Sucre un destino luminoso, que no se consumiría con el tiempo, porque el premio a su acrisolada actitud sería que los bolivianos conservarían su soberanía y su independencia. Su intuición le obligaba a desatar todos los nudos, que se soltaran las cualidades de las urbes civilizadas, para que la nación estructurara su nacimiento.

Pensar en el bienestar de sus habitantes era ya medir la apertura del infinito, donde la república aceptaría los deseos de cada uno de los individuos cuando éstos hubieran anclado en el conocimiento de los otros mundos, cuando la amplia gama de artes y ciencias se hubieran adquirido, cuando las teorías de enciclopedistas y otros filósofos evitaran los tumultos y abrieran aulas y fomentaran plazas para intercambiar ideales en el diálogo combustionado de la palabra.

Ésta fue la causa para la fundación, simultáneamente con otros en las demás ciudades del país, del Colegio de Oruro. Que recibió, como homenaje de agradecimiento al hombre verdadero, al patriota del mandoble, al legendario héroe de la oratoria, al milagro incambiable de la estrategia, el nombre de Simón Bolívar, el del gesto y comportamiento de Libertador de un mundo. El Decreto de su creación se firmó el 28 de octubre de 1826, día de San Simón en el calendario católico. Su inauguración se efectuó el 13 de junio de 1827. Los festejos de aniversario se recorrieron en años posteriores al 24 de julio, día del nacimiento del héroe máximo.

Y desde entonces se sintió que antes hubo ausencia, que el devenir era prosaico, que el itinerario de las masas era el surco maligno de la esclavitud. Esclavo es el que ve papel blanco allá donde hay signos, el que toma el mango y la plumilla como juguete sin balance. La colonia no dio nada, fue un vacío; la penumbra que el peninsular ibérico quería mantener. Al aparecer la república, amaneció; al inaugurarse los colegios, surgió la claridad del mediodía.

En ascensión anual, las iniciativas del comienzo fueron plasmándose en organización medida. El pulso de una ciudad en progreso se sentía en los patios colegiales porque los maestros sabían en qué surcos poner las semillas y por dónde dar impulso a los aires que inspiraban lírica. Es que la confianza didáctica fuese encarnando en aquéllos.

Las disputas intestinas de los jinetes uniformados se detenían reverentes ante sus muros. Los extravíos de los desgobiernos caudillescos de pacotilla frenaban su paso cerca del edificio recoleto de sus años iniciales o delante de su hermoso y monumental edificio propio de la calle Murguía. Los alumnos, aunque entrenados bajo severa disciplina, disentían de la politiquería metida en las calles y plazas, de los raídos orgullos del campanario, y de los esfuerzos de obreros que porfiaban contra la rudeza petrificada de las minas. El fin era borrar la ignorancia, nivelar las clases sociales dando cabida al campesino, acoger al huérfano de las soldadescas, y superar los atentados a la dignidad de los hombres.

El Colegio Bolívar tuvo siempre la suerte, que los hados prepararon imprecisos, para las obras del epónimo Libertador. El destino feliz empezó con las actas fundacionales de los generales libertadores, y continuó cuando sobre el vacío de la nada se fueron poniendo los astros de la luz, los catedráticos, civiles y espartanos, que tomaban el escalón pedagógico para alcanzar mayores niveles en el consenso nacional ocupando puestos notables de la política y la cultura del país. Llevaban el conocimiento del oriente de la geografía, de la hondura de la historia, del zenit de las matemáticas, de los horizontes recién vislumbrados de la química y la física. Los alumnos, posteriormente, encontraron la senda imitadora para alejarse de sus bancos y pizarras, y, erguidos en las bases de las profesiones y oficios destacados, ser ciudadanos superiores y preclaros intelectuales. Nadie dudó del destino cuando el Colegio fue la matriz de la Universidad de San Agustín.

Los discípulos, patriotas de lema y acción, se hicieron sentir asimismo en las páginas angustiadas de su país, cuando adolescentes y profesores alineaban su valor en las guerras del Pacífico y del Chaco. La licantropía de aquellas zonas terrestres se llevaron a los héroes, pero Oruro supo llorarlos, aboliendo el pasado inesperado, para implantar su féretro como altar de devoción para que las generaciones venideras supieran que quienes inmolaban a sus jóvenes ansiaban atraer la resurrección de los ideales e hicieran germinar fabulosas herencias.

Domeñar las épocas negras fue el mandato: esas que llegaron del enemigo invasor y que asentaron también su maquiavelismo desde los cuarteles hacia los edificios de gobierno. Que esto era la emboscada enfermiza a los conocimientos. Las décadas de paz cruzaron sobre el espacio de la historia, y el esplendor del Colegio se acentuaba porque las materias que se aprendían, ocupaban el universo perceptivo de los jóvenes. Ellos ingresaban a los campos inexplorados como niños, y poniendo su corazón y su energía, poblaban su espacio neuronal con los datos que se bajaban del firmamento llamado sapiencia universal. Y a los pocos años egresaban como juventud madura, que tiene en los ojos el aura que anuncia nuevos hallazgos, en los pulmones el respirar apresurado de intrépidos desafíos y en la garganta la sin par promesa que debía cumplirse. El basamento de las memorias, los pilares del estudio y el frontispicio de los conocimientos apilados. Era el edificio de las esperanzas renacidas.

Y el prócer de siempre, el que ha sido en antaño como lo es ahora, igual a sí mismo, más paralelo de los que le antecedieron, es el maestro bolivarista. El hombre aquel, más grande que los otros, tenía quizás una expresión extraña, tenía sobriedad en sus ademanes pero las líneas de su tiza edificaron montañas en la mente despierta de los jóvenes. Su pizarrón era una procesión solemne de témpanos, o un cauce de formas que cruzan el zodíaco, o son las montañas floreciendo vegetales, o es la fauna como tabú que colorea lo anémico, o es la flora cruzada para embarazar la naturaleza estéril. Allí, en su negra superficie se escribió la teoría que en los continentes sabios se ha exaltado, y las sugestiones inmateriales o la intangibilidad sedienta de descubrir átomos y sus fisiones improcedentes. La tiza blanca escribía símbolos y el doble producto de a más el cuadrado de b. Que el sabio de Siracusa no dialogaba con Zenón de Elea, o Alejandro el Grande veía la sombra humilde y móvil de José el carpintero.

Necesita ese maestro un panegírico para volverlo del trance que el hipnotismo de los tiempos no ha querido borrar, permitiendo que el cerebro ruede libremente, sin frenos, a la desbandada, para orbitar, como los cometas, recogiendo de otros mundos las flamas que producen. Se suman en él los efectos desorbitantes de sus sueños cautivando los sentidos, apoderándose de las conmociones espirituales de los alumnos. Es él, el maestro de los otros siglos que estuvieron presentes en Oruro, que no es descoyuntamiento porque uno puede transformarse en muchos. Es en cambio un milagro porque el maestro del presente lleva la esencia insondable de los profesores del pretérito, palpitando la vocación inconsútil de todos los tiempos, de llenar el vacío de las mentes con el conocimiento escogido de ciencias y artes, para prepararlos al aprendizaje de las humanidades todas.

Cada promoción se sentía una constelación que se aleja, para espolvorearse en el éter de una vida de adultos. Y después, en cada rincón de la patria aparecía un bolivarista que nutría las añoranzas a colores, como si su existencia fuese un oráculo para aplacar la suerte, cuando todo fue el reverso de la ociosidad, un avanzar delirante para formar el espíritu, porque los bolivaristas fueron en toda época “los que saben sentir y que juran por mar y por tierra, que otra cosa será el porvenir”.

Alfonso Gamarra Durana.

Miembro de la Sociedad Boliviana de Historia

y de la Academia Boliviana de la Lengua.

Fuente: LA PATRIA
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