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Domingo 24 de julio de 2011

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Cultural El Duende

Desde mi rincón:

Breslau

24 jul 2011

Fuente: LA PATRIA

TAMBOR VARGAS

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A Werner (†) y a Eva Guttentag

¿Qué es, históricamente, una ciudad? Vista desde fuera, compleja respuesta; para quien ha nacido y ha vivido en ella, el marco de referencia de toda una vida (incluso después de haber emigrado de ella). Y te preguntas: ¿se puede destruir una ciudad? Mirando la historia, encontramos montones de casos en la que puede ponerse este letrero: ‘aquí se levantó la ciudad tal…’. Unas desaparecieron por efecto de catástrofes naturales (erupciones volcánicas, inundaciones…); otras, a causa de una guerra; otras, por abandono –voluntario o forzado– de sus habitantes; otras, por la construcción de una represa de agua; etc.

Desde hace muchos miles de años, la ciudad viene siendo la expresión más emblemática de la vida social humana: en ella se van acumulando las manifestaciones de la actividad humana en la economía, en la religión, en la cultura, en el arte, en el urbanismo… Las ciudades de cierta antigüedad cada cierto tiempo, lentamente, han ido ‘cambiado de piel’ con la renovación de sus edificaciones destinadas a la vivienda de sus vecinos.

Todo esto viene a la mente cuando nos planteamos el caso de Breslau, una ciudad alemana, capital de Silesia (entidad inexistente para quienes sólo ‘reconocen’ los estados del último siglo): sin ir tan lejos, Silesia todavía ‘era’ una realidad en el siglo XVIII, cuando pasó del imperio austriaco al reino de Prusia; y formó parte de él hasta la unificación alemana (1870), pero sobre todo, desde el final de la I guerra mundial (1918), en que formó parte, primero de la República de Weimar y, desde 1933, del III Reich de Hitler.

Pero la verdadera gran ruptura llegó después de la II Guerra Mundial (1945). ¿Por qué? Porque, más que la destrucción causada por los bombardeos soviéticos, la ‘destruyó’ la expulsión de sus habitantes alemanes. Y esto es lo que acaba de estudiar el joven historiador Gregor Thum en su libro Die fremde Stadt. Breslau nach 1945 (Munich, Pantheon, [2006], 639 p., ilustrcs.), cuyo título podemos traducir así: “La ciudad ajena: Breslau después de 1945”. Con una minuciosidad que llama la atención y que gana para su autor la admiración del lector por los recursos que maneja y pone al servicio de su investigación, Thum va reconstruyendo los mil detalles y recovecos por lo que tuvo que pasar esto que se dice tan fácilmente: Breslau pasó de ser una ciudad alemana a ser una ciudad polaca; se dice fácilmente, pero llevarlo a cabo exigió resolver miles de problemas.

¿Y qué tiene que ver el fin de la guerra con la ‘transfusión’ de población de Breslau?, se preguntará más de uno. Los cuatro aliados ganadores de la guerra (EE. UU., Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia) decidieron en la conferencia de Potsdam (agosto de 1945) que, entre los castigos a imponer a la Alemania vencida, habría la pérdida de sus territorios orientales: Prusia Oriental y Silesia, que pasarían a formar parte de la Unión Soviética (que se incorporó la Prusia Oriental, con su capital Koenigsberg, la patria del filósofo Kant) y de Polonia (ésta, obtendría la parte todavía alemana de Silesia como recompensa por la pérdida de su región oriental centrada en la ciudad de Łviv (Lemberg para los alemanes), que debía pasar a la república soviética de Ucrania). Ahora bien, estos trasiegos territoriales implicaron también el transporte de sus poblaciones. Después del fin del imperio soviético (1991), ese tipo de operaciones ha recibido el nombre de ‘limpiezas étnicas’; pero en 1945 se consideraba una parte del castigo a infligir a Alemania.

El libro de Thum demuestra cuán más fácil y rápido fue expulsar a los habitantes alemanes de Breslau que instalar a sus nuevos vecinos polacos (procedentes de todas las regiones polacas, pero con una fuerte presencia de los originarios del este). Una de las paradojas de esta tragedia es que para llenar el ‘hueco’ dejado por los alemanes silesios expulsados, Polonia recurrió en buena medida a sus propios expulsados del este y que buscaban un lugar donde instalarse. Por otra parte, hay que recordar que una buena parte de la ciudad había quedado prácticamente arrasada por los bombardeos aéreos y terrestres del Ejército Rojo. Acercando la lupa, encontramos que para que el derrumbe no fuera más espantoso, Polonia no expulsó en su totalidad a los silesios, pues seguía necesitando de sus servicios (p. ej. en la minería del carbón de la Baja Silesia; en sectores industriales; etc.). Incluso para servicios aparentemente ‘sencillos, como el de los conductores de tranvías: aparte otros factores, pensemos en un conductor de tranvía en una ciudad de la que, entre ruinas, ha desaparecido la inmensa mayoría de las placas que denominan las calles: si además de ello es forastero…

En la recuperación de la ciudad los problemas abundaban; la ‘normalidad’ tardó años en llegar: si en 1939 la ciudad contaba con 629.600 habitantes, en 1946 éstos habían quedado reducidos a 171.000 y sólo desde 1990 ha oscilado entre 650.000 (1999) y 632.000 (2008). Las instituciones existentes, unas desaparecieron; otras, permanecieron; otras se transformaron. En este capítulo, en unos casos era lo único posible; en otros, era lo esperable y no cabía esperar otra cosa; en otros, de la actitud anti-germánica los polacos tuvieron que acabar en un punto muy similar al que encontraron al hacerse cargo del territorio. Sin los alemanes que las crearon, ¿cómo iban a poder persistir? A veces, cuando ‘copiaron’ a los alemanes ya habían pasado varias décadas y entretanto había surgido una nueva generación polaca nativa. Es interesante este proceso: de un rechazo doctrinario de lo germánico que les llevaba a borrar cualquier huella de su anterior presencia, las nuevas generaciones nacidas en Silesia han acabado reivindicando un ‘patriotismo’ silesio que reivindica como ‘propia’ cualquier huella de los siglos alemanes que les precedieron y sale en su defensa.

Con Breslau en cierta medida empecé a familiarizarme leyendo las memorias del sacerdote historiador Hubert Jedin (1900-1980); oriundo de la ciudad, pero que a sus 19 años tuvo que dejarla para no ser víctima de la persecución nazi contra los judíos, con Werner Guttentag (1920-2008) más de una vez traté de hablar de su ciudad natal, pero saqué la impresión de que más bien esquivaba el tema, acaso porque en él chocaban dos sentimientos incompatibles: si su niñez y juventud habían transcurrido allí, la ideología política alemana del momento lo había arrojado de su suelo. Ya sé que, más en general, este mismo conflicto se le planteaba ante su misma identidad alemana; pero uno pensaría que del medio en que has nacido y crecido es más difícil desprenderte; en el caso de Werner, pude notar como si ese desprendimiento se expresara en una sorprendente ignorancia (¿o amnesia?). Misterios y tragedias de la vida.

Ya era de esperar que la transfusión demográfica operada sobre la capital silesia se manifestara desde el primer día de la ocupación polaca en una nueva etiqueta: muerto el Breslau germano, nacía el Wocław polaco. Hasta hoy.

Fuente: LA PATRIA
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