Domingo 24 de julio de 2011
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Cierta mañana, un grueso volumen, editado en Alemania, fue llevado al taller de Pablo Ruiz Picasso. El pintor comenzó a hojearlo gravemente. Se trataba de un denso ensayo en que un berr doktor de antiparras imponentes hacía esfuerzos por demostrar que todos los artistas de nueva sensibilidad eran desequilibrados, esquizofrénicos, o algo por el estilo.
Picasso contempló lentamente las dobles páginas en que reproducciones tendenciosas querían establecer comparaciones entre cuadros de Gris, Chagall, Braque, Miró, Ernst, y dibujos de locos. Al cerrar el libro, Picasso dejó escapar esta exclamación milagrosa: –¡Ya está! ¡Ahora resulta que hemos curado a los locos!
Y volvió a sumirse en la confección de los sorprendente bocetos que, ejecutados en hierro forjado por Julio González, servirían de monumento a la memoria de Guillaume Apollinaire.
Alejo Carpentier en: Crónicas
Fuente: LA PATRIA