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Domingo 17 de julio de 2011

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Revista Dominical

La discriminación contra las niñas comienza en la cuna

17 jul 2011

Fuente: LA PATRIA

Por: Víctor Montoya - Escritor boliviano radicado en Estocolmo

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La discriminación contra las niñas es otra de las manifestaciones de la violencia contra la infancia, como si el hecho de nacer mujer fuese una enfermedad o un castigo divino.

En varios países, los libros escolares tienen un carácter sexista, pues tanto las ilustraciones como los textos tienden a delinear los roles específicos del hombre y la mujer. Las ilustraciones muestran a niños jugando con autos y a niñas jugando con muñecas, y en el texto se lee: “Mamá trabaja en la casa y papá en la construcción. En los tiempos libres, mamá se dedica a los quehaceres de la cocina y papá a leer el periódico o al deporte”.

En los países del llamado Tercer Mundo, donde las mujeres con hijos no desempeñan trabajos extradomésticos ni los hombres empujan un cochecito de niño por las calles, los libros de texto no representan al padre cambiando pañales y cocinando con un delantal, ni a la madre vinculada a un trabajo de tipo científico. En las naciones más industrializadas y democráticas, en cambio, donde se ha superado gradualmente la discriminación femenina y en cuyos libros de texto ya no se lee: “Mamá va por café y tostadas, papá por lápiz y papel”, las ilustraciones no representan necesariamente a niñas jugando con ollas y muñecas ni a niños jugando con autos y avionetas. Este importante avance, a partir de la segunda mitad del siglo XX, ha modificado los roles tradiciones de la pareja. Por ejemplo, las mujeres ya no son despedidas del trabajo al casarse o tener hijos, y los hombres, cada vez más, comparten el cuidado de los hijos y las tareas domésticas. De modo que, a varias décadas de haberse abolido la discriminación femenina en los libros de texto, no es ya común leer: “Una madre es una máquina electrodoméstica y el padre es una máquina de ganar dinero”.

Lo cierto es que, en toda sociedad patriarcal, se enseña a los niños, desde muy temprana edad, a valorar la virginidad y la belleza en las mujeres, y la virilidad e inteligencia en los hombres. Según los cuentos de hadas y princesas, la niña debe ser como Blancanieves o Cenicienta, hermosa y bondadosa, si quiere encontrar un príncipe azul, ya que si es una mujer emancipada, con derechos y libertades, corre el riesgo de parecerse a la bruja o a la “reina con cabeza de cerdo”, que exaltan la imagen de un ser repugnante por dentro y por fuera.

En las propagandas comerciales se representa el estereotipo clásico de la mujer, quien, además de ser joven y bella, debe saber asear la casa y ser diestra en la cocina. Las niñas deben jugar con muñecas y ayudar a sus madres en los quehaceres domésticos. Esta propaganda ideológica, lejos de estar reñida con el principio de que la mujer tiene los mismos derechos que el hombre, discrimina a la mujer desde el instante en que la presenta como a un ser menos capaz e inteligente que el hombre.

En las propagandas comerciales, la mujer es presentada como un objeto de placer, para llamar la atención de los consumidores y despertar el erotismo masculino. En este contexto, la muñeca Barbie sigue representando a la jovencita feliz que pudo haber sido Miss Atlanta, y que, con su pelo color platinado, se trocó en el paradigma que envidian todas las niñas del mundo. La misma palabra Barbie sirve para designar a un prototipo de mujer especial: piernas larguísimas, cintura de avispa, senos prominentes, ojos azules, pelo rubio y sonrisa perpetua.

En muchas culturas, las niñas constituyen los seres más despreciados. Así, en las naciones dominadas por el Islam, la mujer está considerada como “ciudadana de segunda categoría” y su virginidad está contemplada como una mercancía. “Los hombres tienen autoridad sobre ellas, en virtud de la preferencia que Alá concedió a unos más que a otros”, reza una de las aleluyas del Corán.

Según el quinto libro de Moisés, en la “Biblia”, el hombre tiene el derecho de repudiar a la mujer recién nacida tan sólo porque le produjera un simple disgusto. En ciertos países musulmanes, donde las mujeres son tratadas con menos consideración que los animales domésticos, los hombres no sólo controlan la procreación de hijos mediante el cuerpo de la mujer, sino que, a su vez, ejercen una actitud extremadamente violenta ante el adulterio femenino (ejemplo: la lapidación practicada por los hebreos, el código de honor de la Sicilia actual o el linchamiento en países árabes).

El control de nacimiento se deja en manos del marido (en el ámbito rural chino, el marido puede aceptar o rechazar al recién nacido, que puede ser abandonado o muerto, sobre todo, si se trata de una niña). Práctica que era común en la antigua Grecia y Esparta, donde en épocas de guerra, los padres se veían obligados a desembarazarse de todo retoño que necesitaba minuciosos cuidados, y que, siendo un estorbo en la batalla o la huida, no permitía ventajas para el porvenir. De modo que las niñas, consideradas un impedimento, eran eliminadas apenas nacían, dejando sólo a un pequeño grupo que se distinguía por su vigor extraordinario para la reproducción de la especie.

En Europa, hasta mediados del siglo XIX, el parricidio selectivo de las niñas era una práctica común. De ahí que la muerte por asfixia de las niñas era un 70% más alta que la de los niños, sin contar a quienes eran abandonadas a los pocos días de haber nacido. En china, lo mismo que en la India, Pakistán y Bangladés, existe una regla admitida para frenar el crecimiento de la población rural: todas las mujeres que esperen más de un hijo, deben abortar o ser esterilizadas. Si el primer hijo es una niña, la pareja puede tener un segundo hijo; si el segundo hijo más es una niña, puede tener opción a un tercero, pero pagando una multa; de lo contrario, se aplican medidas coercitivas de acuerdo al sistema de planificación familiar en vigencia, así este sistema de planificación neomalthusiano sea una clara violación a los Derechos Humanos y una discriminación abierta contra la mujer.

En los países asiáticos, la filosofía budista ha contribuido a perpetuar la discriminación contra la mujer. “Tu vida es una consecuencia de tu vida anterior, por lo que pueden evitar tu destino. Si quieres mejorar tu vida, debes hacer méritos, ayudar a tus padres y a los monjes de tu ciudad”, viene a decir el credo de Buda. Por lo tanto, las niñas y sus madres tienen muy poco que decir en países donde todavía el hombre, nacido para conquistar, no alcanza una cierta “categoría social” en tanto no demuestre que puede atender a varias mujeres al mismo tiempo.

En la India, siguiendo las costumbres atávicas, un padre casa a su hija en un matrimonio de conveniencia, previo acuerdo y desembolso de una dote sustanciosa. Si los padres de la novia no satisfacen la demanda, simplemente queman viva a la novia. Y, aun estando prohibido oficialmente este tipo de enlace matrimonial, el 80% de los casamientos se efectúa sobre la base de un pago en dinero o especie.

En la comunidad de los guijars, en pleno corazón de la India, se mantiene intacta la costumbre de prometer a las niñas apenas nacen y celebrar la boda justo cuando éstas están en la edad de jugar y disfrutar de la vida. Las pequeñas novias alimentan la tradición ajena a lo que significan los compromisos que sus familias han decidido por ellas. La boda se celebra tras rituales y ceremonias que pueden prolongarse varios días, sin que las niñas hayan terminado de jugar ni hayan visto la cara del novio.

En el ámbito rural se dan todavía casos extremos como las “niñas viudas”, pequeñas prometidas en matrimonio desde la infancia que, al morir el novio antes de la boda, están condenadas a permanecer en viudedad por el resto de sus días. Otro caso es el de las niñas envenenadas, porque no tienen futuro como mujeres ni esposas, mucho menos como esposas, cuando se piensa que en la población más pobre de la India y Bangladés se debe tener dinero para encontrar marido; realidad que nos trasmonta a las prácticas matrimoniales de la Edad Media, donde el matrimonio no se decidía por amor, sino por consideraciones materiales.

En América Latina, Asía y África, las mujeres de escasos recursos económicos eligen al hijo varón para que pueda asistir a la escuela, por dos razones fundamentales: primero, porque él dispone de más tiempo que la mujer y, segundo, porque él será el futuro “jefe de familia”, el responsable de mantener a su esposa e hijos.

La mayoría de las mujeres están entrenadas para la resignación y el sometimiento. Se las obliga a quedarse en el hogar para cuidar a los hermanos menores, para ayudar en las labores domésticas, del campo y en el comercio informal. Es decir, las desventajas y la discriminación contra la mujer comienzan en la cuna. En el área rural, ellas asisten menos que los varones a la escuela, dejan de educarse a muy temprana edad y, consiguientemente, constituyen la mayor tasa de analfabetismo.

En los países andinos, como en las sociedades precapitalistas, el nacimiento de una niña es considerado una desgracia y el nacimiento de un niño es motivo de regocijo familiar. En algunos estamentos sociales de Bolivia, donde está muy arraigada la idea de que los niños están hechos para el trabajo y las niñas para la cocina, ambos padres lamentan el nacimiento de una hija. En palabras textuales de Domitila Barrios de chungara: “Cuando nace un varón, compañeros. ¿Qué hacen los papás? Se van a farrear porque ha nacido un hombre. Hay que ‘ch’allar’ (celebrar) porque ha nacido un macho ¿No es cierto? ¿Pero qué dicen cuando nace una mujer? ‘¡Ah, esa chancleta, para qué sirve. Qué se muera!’ Y las mismas mujeres a veces decimos: ‘¡Que pena, mujercita había sido, para qué sirve, mejor que se muera!’ Nos han enseñado a despreciarnos a nosotras mismas”.

En los albores del nuevo milenio siguen siendo muchas las barreras que dificultan el desarrollo y el respeto de los Derechos Humanos de las niñas. Sin ir muy lejos, en algunas regiones del continente africano, millones de niñas y adultas han sido circuncidadas mediante la ablación del clítoris y la infibulación; una forma de violación contra la dignidad de la mujer, consistente en extirpar de cuajo el clítoris y los labios menores, para luego coser la vulva hasta no dejarles sino un pequeño orificio que las permita menstruar y expeler la orina. Asimismo, para evitar el ayuntamiento carnal antes del matrimonio, colocan un elemento extraño en la parte exterior del orificio vaginal. En algunas tribus atraviesan transversalmente los labios mayores con espinas, las mismas que deben ser extraídas sólo por el marido la noche de la boda, como un acto ritual de posesión masculina.

La circuncisión realizada sin anestesia y con cualquier instrumento rudimentario, que va desde un cuchillo de cocina hasta un pedazo de vidrio, se ejerce en niñas recién nacidas o en púberes que acaban de tener su primer flujo menstrual, como una forma, según refieren las creencias ancestrales, de establecer un pacto con los dioses y asegurar la inmortalidad. Empero, la circuncisión, que provoca traumas psicológicos y complicaciones posteriores, no tiene otra finalidad que impedir el goce sexual de la mujer y el ejercicio de sus derechos más elementales; más aún, cuando existen sociedad tribales donde la mujer deber ser sometida a dolorosas experiencias para garantizar su lealtad al hombre y la colectividad, para tener una identidad y cumplir un rol social que le permita ser considerada mujer, esposa y madre.

Fuente: LA PATRIA
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