La agencia de noticias EFE informa, el 14 de junio de 2011 que la muerte de Jorge Luis Borges, escritor, acaeció ése mismo día y mes, en el año 1986. Cúmplense entonces 25 años desde que su diestra mano dejara de escribir. Situación que, según es interpretación de su obra, exige una exégesis.
El siglo que ha tocado vivir a nuestro escritor, ha sido intrínsecamente estructural para la morfología de la civilización actual. Ese mismo período ha merecido incluso una biblioteca dirigida por José Ortega y Gasset, la “Biblioteca de Ideas del Siglo XX”, Madrid, 1940. En la que es parte magna el filósofo de la historia alemán, Oswald Spengler con los cuatro tomos compactos de “La Decadencia de Occidente” (Der Untergang des Abendlandes), obra que según Ortega y Gasset: “Es, sin disputa, la peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años”.
Ese momento secular ha marcado inexorablemente a quienes, portadores de una sensibilidad honda y trabajada, han sabido aprovecharlo. Uno de ellos es Spengler, que ha construído su hechura en tudesco. Otro es Borges, en castellano.
Debo ocuparme aquí del último, del posterior, del “sucesor”, de quien le ha tocado continuar de alguna manera, el sino magníficamente explicado por Spengler. Tiempo y personalidad; cronología y carácter; el sentido de los números y la esencia del ser. Estos factores han marcado toda la obra de Borges, íntegra la “opus” de Spengler. Esos elementos de precisión han sido el hilo conductor implícito, encubierto y que han tratado de descubrir ambos, harto distinto fue su método, cierto. Un mismo fin, empero, persiguieron: el sentido de la historia universal: del universo como historia.
El forjador de “La Decadencia de Occidente” ha utilizado un método propiamente, exclusivamente histórico en su filosofía, en sus razones directas, en sus sentimientos. El escritor argentino ha trabajado con la técnica que brinda una prosa penetrante, incisiva y fantástica (no por ello menos real que la realidad). El filósofo de la historia Spengler lanzaba la edición definitiva de su obra en Blankenburgo, en el Harz, diciembre de 1922. El sudamericano concretaba “El Aleph” en Buenos Aires, 1952. Un momento –estructural– de éste libro, propónese discernir el presente trabajo, para descubrir la medida de influencia que ejerce el pensamiento, el espíritu, las ideas, las culturas, los “símbolos” en el hombre; y su carácter decisivo. Para ello es necesario volver a Spengler:
“El medio por el cual concebimos las formas muertas es la ley matemática. El medio por el cual comprendemos las formas vivientes es la analogía. De esta suerte distinguimos en el mundo polaridad y periodicidad.”
“Siempre se ha tenido conciencia de que el número de las formas, en que se manifiesta la historia, es limitado; de que las edades, las épocas, las situaciones, las personas se repiten en forma típica. Al estudiar la aparición de Napoleón, raro es que no se dirija una mirada a César y otra a Alejandro; la primera de estas miradas es, como veremos, morfológicamente inadmisible; la segunda es, en cambio, certera. Napoleón mismo advirtió que su posición tenía ciertas afinidades con la de Carlo Magno. La convención hablaba de Cartago, refiriéndose a Inglaterra; y los Jacobinos se llamaban a sí mismos romanos. Se ha comparado, con muy diferente legitimidad, a Florencia con Atenas, a Buda con Cristo, al cristianismo primitivo con el socialismo moderno, a los potentados financieros del tiempo de César con los yanquis. Petrarca, que fue el primer arqueólogo apasionado –la arqueología misma es una expresión del sentimiento de que la historia se repite–, pensaba en Cicerón al pensar en sí mismo; y no hace mucho tiempo, Cecil Rhodes, el organizador del África inglesa del Sur, el que poseía en su biblioteca las antiguas biografías de los Césares, traducidas expresamente para él, pensaba en el emperador Adriano, al pensar en sí mismo. La desdicha de Carlos XII de Suecia fue que, desde muy joven, llevó en el bolsillo la ‘Vida de Alejandro’, por Curcio Rufo, y quiso copiar a este conquistador.”
En “Deutsches Requiem”, Borges realiza una interpretación metafísica y filosófica del fenómeno nacionalsocialista alemán, o “Dritte Reich” (Tercer Imperio), a través del individuo, del precursor fáctico de los sucesos, del hombre de acción, su nombre es Otto Dietrich zur Linde, a la postre condenado al fusilamiento por “torturador y asesino”, había subdirigido el campo de concentración de Tarnowitz. Quien revela: “Nací en Marienburg, en 1908. Dos pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar con valor y aun con felicidad muchos años infaustos: la música y la metafísica. No puedo mencionar a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el de Brahms y el de Schopenhauer. También frecuenté la poesía; a esos nombres quiero juntar otro vasto nombre germánico, William Shakespeare. Antes, la teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana) me desvió para siempre Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y Brahms, con la infinita variedad de su mundo. Sepa quién se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable.”, continúa: “Hacia 1927 entraron en mi vida Nietzsche y Spengler. […]Rendí justicia, empero, a la sinceridad del filósofo de la historia, a su espíritu radicalmente alemán (kerndeutsch), militar. En 1929 entré en el Partido.”
Ese bosquejo es plenamente suficiente para mostrar la forma, el proceso de la construcción morfológica del espíritu humano, del pensamiento que trasvasa y es acción. Ahí está una prueba de la trascendencia inmanente a las ideas, a las filosofías. Otto pudo encontrar, interpretar en Nietzsche un motivo que le habría impelido ingresar en el nacionalsocialismo, pudo hallar según su intelección y su exégesis, según su acción, un “casus belli” para la lucha política del tercer y cuarto decenio en el siglo XX. Lo importante es la analogía imperante entre los principios, rigurosos y la existencia del hombre.
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