Warning: session_start(): Cannot start session when headers already sent in /home/lapatri2/public_html/impresa/index.php on line 8 Disyuntiva. Guiorgui Aladashvili - Periódico La Patria (Oruro - Bolivia)
Cuando íbamos por un puente con los pasamanos medio desvencijados, Iósif me dijo: “No tengo miedo, ni jamás lo he tenido en mi vida”. Le pregunté: “¿por qué?” “Nuestra vida continúa en nuestras obras”, apenas lo hubo dicho, oímos un frenazo, alaridos de un perro y vociferaciones de un chofer que soltaba palabrotas y maldecía al mundo entero.
El perro yacía en la cuneta, a un lado del camino. No gañía, sino gruñía rencoroso –aún en esa situación dejaba ver su genio perruno–, y apoyándose en las patas delanteras trataba de morderse la espalda: el canalla le había partido el espinazo dejándolo medio aplastado. Desvié la vista y miré a un lado.
Zuria, mi nieto, corría por un declive, salpicando barro cual caballo al galope. En una mano sostenía un largo cayado, los cabellos sudados se le habían pegado a la frente, los ojos relucían furia y miedo. “¡No te acerques!”, le grité y con todas mis fuerzas propiné un pescozón al chofer que parado en el estribo aún seguía con su gritería, y no fue porque arrollara al perro, sino por lo soez de su maldecir.
Me dirigí al puente donde se hallaba el burro cargado de nuestro equipaje, entre el cual estaba mi escopeta de dos cañones. Caminaba y retumbaba en mis oídos el aullar del perro que desgarraban el alma.
Cuando alargué la escopeta a Zuria, éste se desconcertó, palideció y con aire de súplica, casi llorando, articuló: “No, que no sea yo”.
En silencio nos mirábamos de hito en hito hasta que Iósif se plantó entre nosotros, pero yo le empujé: “no te metas donde no te importa”. ¿Acaso le sería más fácil a Iósif hacerlo? Volví a alargar la escopeta al muchacho. Yo sabía por qué lo hacía.
El infeliz perro yacía entretanto en la cuneta, pero ya callado, no aullaba ni intentaba morderse la espalda. Tenía su cabeza, grande como la de un ternero, descansando sobre las patas delanteras y me miraba inquisidor por debajo de sus párpados negros, casi caídos... Me miraba, y lo juro por lo que se quiera, que el animal lo comprendía todo: mis pensamientos y su situación.
Miré a los ojos del perro, y mi corazón se quedó vacío, como si se hubiera desangrado gota por gota. Eso mismo lo había experimentado yo antes, cuando me enteré de la muerte de mi esposa y hace poco tiempo, cuando habíamos perdido en las montañas todo un rebaño ovejuno nuestro.
Pues bien, alargué la escopeta al muchacho, la puse en su mano involuntariamente extendida, y, cuando él la agarró, noté cómo habían palidecido sus uñas. Sin decirle nada, lo dejé estupefacto, solo; hice un ademán de cabeza a Iósif y los dos reemprendimos nuestro camino. Andábamos arrastrando los pies, cual presos condenados a fusilar, esperando a cada instante el disparo. Cruzamos el puente, y en seguida oímos el atronador escopetazo. Iósif me miró y con voz alterada dijo: “Se ha decidido”. “No –repuse–, pero qué remedio le queda. Ya se decidirá”. Se puso pensativo, y me di cuenta de que no me había entendido. Apenas habíamos caminado cien pasos, cuando oímos un segundo escopetazo, pero esta vez lo acogí de otro modo, porque lo esperaba. Me pareció incluso que me había calmado y reanimado. Caminaba y pensaba en lo que me había dicho Iósif: eso de que no temía ni jamás había tenido miedo.
Ya voy por el octavo decenio de mi vida y jamás, ni una sola vez, se me había ocurrido pensar que yo continuaría en mis hijos, mis nietos y mis obras. Lo digo porque pensar así parece a engañarse a sí mismo.
Aquellos que han visto este mundo y sabido observar la naturaleza, estarán de acuerdo conmigo en que el hombre debe ver las cosas bien claras, no taparse los ojos y enjuiciarlo todo con imparcialidad. Desde luego, algunos, como el hijo mío por ejemplo, dirán que no veo más allá de mis narices, y que no me preocupo por nadie, excepto por mí mismo. Dirán así, pero no estarán en lo cierto.
No es cosa de hombres engañarse a sí mismo. Delante de nosotros tenemos un libro enorme como es la naturaleza y si podemos, debemos aprender algo de este libro. Yo no digo que se debe dejar de la mano a los hijos y los nietos –arréglense sus asuntos como mejor les plazca-, y abandonarlos a su suerte; pero tampoco se debe llevar de la mano, como a un niño, a un mozalbete hecho y derecho. Aunque fiera, incluso la loba amamanta a sus lobatos, y cuando crecen les enseña a cazar: cómo apartar del rebaño a una oveja, cómo huir de pastores y de perros, y cuando se lo ha enseñado todo bien, los cuida un tiempo más y después los desmadra por la fuerza, porque la loba comprende que hay que abandonar a tiempo a su lobato crecido, ya que, en el futuro, éste ha de convertirse en lobo, abrirse paso en la vida y dar continuidad a su raza. De lo contrario, perecerá sin falta.
Y qué hacemos nosotros. Les decimos a nuestros hijos: no se adelanten al padre. Y lo mejor sería que se adelantaran al padre, y que no se escudaran detrás de su espalda; pero, antes de que los hijos nos adelanten al galope, debemos enseñarles a cabalgar de manera que ni el lobo ni el perro pastor puedan darle alcance.
Yo tenía diecisiete años cuando dije a mi padre que me iba de pastor. Él, que en ese momento estaba trabajando en el viñedo, se paró, se enjugó el sudor que le corría a chorros, me miró y ni siquiera preguntó: ¿para qué? Ni siquiera indagó por la causante de mi decisión. Me miró a los ojos y dijo: “Vete”. Eso fue lo único que dijo.
Y quiero que me digan ahora si le fue fácil a ese hombre, de gran prestigio en el pueblo y de buena familia, dejar que su hijo único se metiera a pastor. Claro que no, pero era un individuo inteligente, el difunto sabía perfectamente lo que costaba eso de abandonar el hogar paterno, por lo que tanto trabajo le costó pronunciar: “Vete”.
Y yo, hijo de ese hombre bendito, ¿qué hice yo cuando llegó la hora de decir eso mismo a mi hijo? Justamente era la hora de que éste empezara a ganarse la vida con su sudor; pero yo agarré una estaca y le dije que le partía el carapacho si no regresaba a la casa. Si en ese momento hubiera habido allí alguien que deliberara sobre el caso nuestro, habría mandado partir con esa estaca el carapacho mío, pero por desgracia no hubo nadie cerca.
Desde aquel día sigo educando a mi hijo, y todo en vano: ya tengo canas, pero nada. Lo único que me preocupa ahora es que ojalá Zuria, mi nieto, no salga a su padre, ese sinvergüenza y acaparador de Bagrat.
Tenguiz Chalauri. Giorgia, 1943.
Escritor y periodista.
Fuente: LA PATRIA
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