Viernes 24 de junio de 2011

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Aunque existen diferencias de percepción política, casi todos proclaman objetivos comunes. La gran mayoría entiende que para asegurar la vida plena de los ciudadanos es indispensable promover la libertad, la justicia y la seguridad ciudadana, así como mejorar la educación y la atención de la salud pública, garantizando el trabajo digno para todos. Estos son, en suma, los elementos del país que queremos. Sin embargo, los caminos propuestos para alcanzarlos difieren: unos prefieren la vía democrática, mientras que otros pretenden la imposición.
Sin duda, hay obstáculos para ese logro de vivir en paz y progresar en un ambiente de armonía social y de libertad. Entre las limitaciones destacan la ceguera de unos y la transigencia de otros. Los primeros se empeñan en establecer regímenes autoritarios –y hasta hereditarios, como el cubano–, mientras los otros, cuando sufren la imposición, poco a poco ven mermada su capacidad de defender los valores democráticos.
Hay quienes, ahora, se alinean en el populismo: el fenómeno que se ha extendido en algunos países de América Latina. Populismo con ropaje socialista –el del siglo XXI– con acentos nacionalistas, y exacerban sentimientos nada constructivos. Pero, ¿qué es ese populismo? Ciertamente no es una ideología. “El populismo en Iberoamérica ha adoptado una desconcertante amalgama de posturas ideológicas”, afirma Enrique Krauze, y expone sus rasgos específicos: “El populismo exalta al líder carismático; no solo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella; fabrica la verdad; utiliza de modo discrecional los fondos públicos; reparte directamente la riqueza; alienta el odio de clases; moviliza permanentemente a los grupos sociales; fustiga por sistema al ‘enemigo exterior’; desprecia el orden legal y, finalmente, mina, domina y domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal”.