Parecía que Kurt Cobain lo tenía todo: una cuenta corriente cuyos ceros a la derecha ni podía leer, una espectacular villa embriagada de comodidades y lujos, una popularidad que arrastraba multitudes cuando como compositor y cantante de rock duro estadounidense, creador y principal miembro del grupo Nirvana, estaba en la cima de la fama. Miles de seguidores llenaban sus conciertos y se hacían eco de sus caprichos y extravagancias.
Había nacido en 1967, y cuando tenía la temprana edad de 7 años sus padres se separaron. A los 14 años tuvo su primera guitarra, “ésta se convirtió en la útil herramienta que le sirvió para explicar su complicada personalidad”, desde infante hasta su muerte el 5 de abril de 1994, arrastró los múltiples problemas de su familia, que culminaron con su autoeliminación. Muchas de sus fans también se suicidaron acto seguido.
Quien se hallaba fuera de su órbita pensaría que era feliz ya que podía llenar todos sus aparentes caprichos. Se ve que no era así. Que todo cuanto poseía no le regalaba ni tranquilidad, ni gozo, ni esperanza, ni ilusión: que todo lo amable se había derrumbado en torno suyo. ¿Acaso no lo estaba gritando? El cantante había intentado suicidarse en dos ocasiones, y había sido también internado por una sobredosis de sustancias.
Dejó una escalofriante y paladina confesión escrita de la que deberíamos todos aprender para distinguir bien el grano de la paja: “No tengo ganas de nada, ni siquiera de vivir. Me siento hundido en el fango, e incapacitado para salir de él”.
Porque claro, todo depende de saber elegir. Se había equivocado Kurt Cobain en la elección, como muchos famosos antimodelos de la canción, del cine, y del deporte, y como miles que siguen, admiran y envidian. Podría llamarse Michael Jackson, o Diego Armando Maradona.
Cobain prefirió encandilarse, o mejor dicho, prefirió llenar el vacío de su vida con la droga y el alcohol, convencido de que eran dos aficiones de las que podría liberarse pronto y plenamente; pasaban los años sumergiéndose en el profundo abismo, gradual e insensiblemente, hasta que notó que había ido demasiado lejos. Su confesión es dramática: “la drogadicción ataca el sentimiento de la propia estima”; a él, el alcohol y la droga juntos le arruinaron religiosa, moral, psíquica y físicamente: le convirtieron en un trágico muñeco sin voluntad. Lo más espantoso es que le hicieron perder su propia estimación, su voluntad de erguirse, su anhelo de salir de la basura, su natural autodominio ante el mal.
Recordemos su espeluznante testimonio: "Me encuentro perdido, ciego, sin rumbo. Tengo sentimientos y emociones confusas sobre las personas y las cosas. Necesitaría un guía, pero no confío en nadie, ni siquiera en mí mismo. La realidad de mi vida tiene que estar en otra parte, pero como no la he vivido carezco de realidad y fantasía, tiene para mí el mismo significado. El gran fracaso de mi existencia, es no haber sabido diferenciar la realidad de la ficción, el bien del mal, y así me va". Y así le fue, con el bello rostro adorado por jovencitas gritonas, y triturado por la pólvora.
Es uno de los héroes, de los modelos, de los espejos que adoran las nuevas generaciones. Pero Kurt no sólo se consideró como un auténtico fracasado sino que previó que iba a ser cabeza y deseo de innumerables jóvenes necios que, como él, pondrían su corazón desbordado en el sexo, en el dinero, en el placer por activa y por pasiva, sin una plataforma moral consistente.
Tenía sed de algo que no tiene fuente propia: "Sentía una sed indescriptible por triunfar, por la fama y el éxito. Algo de lo que deseaba lo he conseguido: me he convertido en el rey de las ratas de alcantarilla, en esta cloaca en que se ha convertido esto que no se puede calificar como vida".
Con tan aterradora ironía, pasaba del "Nirvana" (su acreditado grupo musical) a la nirvana de la aniquilación personal. Además de sus horas de ensayo y de interpretación, confesaba que era amante y organizador de orgías sexuales, que era alcohólico, que gastaba heroína en abundancia.
El público le aplaudía a rabiar mientras Cobain sentía aterradora vergüenza de sí mismo. Tenía dinero a paladas, prestancia física. Indigestión de aplausos. Pero, a sus 27 años, era una perfecta ruina: "me llamo a mí mismo basura”.
Sólo le faltó un importante ingrediente: la fe en un Salvador que atiende al más degenerado; la esperanza de una salvación que podía alcanzar a pesar de sus excesos; el amor que va más allá de la piel y de los sentidos y que emana del Crucificado; el mensaje del que dio su vida por todos, entre tormentos, y que manifestó que deseaba que todos pudieran alcanzar la misma felicidad eterna de la que Él gozaba desde siempre.
(*) Director Nacional Pioneros de Abstinencia Total
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