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Domingo 12 de junio de 2011

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Cultural El Duende

René Bascopé

Pauliña de voz triste

12 jun 2011

Fuente: LA PATRIA

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La tarde se hundía en la atmósfera gris y lluviosa cuando la puerta del teatro del colegio se cerró tras el último estudiante. La madre de Paula se quedó un instante en la penumbra comprobando el pestillo para cerciorarse de la imposibilidad de que alguien más pudiera entrar; luego tanteó los billetes que había recaudado, frunció el ceño, se abrió paso entre el público de adolescentes y al llegar al escenario trepó con dificultad las escaleras. Era una mujer pequeña y obesa de más de cuarenta años. Jadeando pidió silencio. Sus ojillos y su cara colorada no imponían precisamente respeto, sin embargo la inexpresividad de su rostro y sus gestos casi obligaban a escucharla, para atenuar un poco esa sensación molesta y desconcertante provocada por su ambigüedad. Agradeció la asistencia de los muchachos con palabras estúpidas y luego presentó a la artista con voz de fanfarria; la tierna, la maravillosa, la incomparable Pau-li-ña. El telón raído y descolorido se abrió y apareció Paula, envuelta en el marco de una débil luz amarilla. Hizo una reverencia dejando que su cabellera larga y negrísima cayera hacia delante. La madre empezó a aplaudir y el público la imitó. Ella se irguió lentamente, mirando el fondo oscuro de la sala; sus ojos parecían oscilar entre todos los matices posibles de la tristeza y, quizá por esa razón, a pesar del ridículo vestidito blanco de encaje, último vestigio de su reciente niñez, que le daba el aspecto de una trapecista de circo, y a pesar de la gruesa capa de polvos de arroz que la hacían más pálida, sus ojos se imponían como la evidencia de su vida. Y ahora Pauliña les cantará canciones del Brasil, habló nuevamente con voz muerta y afectada la mujer, que se perdió luego entre los pliegues del telón. Empezó la musiquita de un acordeón y recién entonces todos se fijaron en la niña, nueve o diez años, que estaba detrás de Paula. La melodía acentuaba la melancolía que la cantante había impuesto en el ambiente con su mirada. La canción rememoraba algún drama de los pecadores del Amazonas, aunque era difícil saber con exactitud de lo que se trataba por lo exagerado del tono en la pronunciación del portugués. Parecía que la voz de Paula partía de un tocadiscos viejo, y solamente cuando alzaba la voz y el ajustado vestido amenazaba con reventar a la altura del pecho, se desprendía un hálito de vida de su inmovilidad absoluta.

Después que finalizó el acto y cuando los adolescentes abandonaron el teatro, Paula se puso un viejo abrigo rojo y ayudó a su hermana a guardar el acordeón en la maleta. La madre entregó al portero y al regente del colegio algunos billetes, luego salió. Afuera lloviznaba y antes que se decidieran a caminar hacia la calle, desprendieron los carteles de papel ordinario que desde la semana anterior anunciaban la actuación de Paula: Pauliña, Prodigio del Brasil. (Única Función). Pauliña del Brasil nos Visita. (Única función el viernes a horas 18).

El portero les hizo una seña con la mano, despidiéndose, y desapareció tras un recodo. Comenzaron a caminar en silencio y la niña se esforzaba por no tocar la maleta contra el suelo; daba la impresión de que su labor era precisamente ésa, y que no la sublevaba en absoluto tener que cargar sola el acordeón, mientras su madre y su hermana la miraban indiferentes. La lluvia arreció y la calle y la noche eran un solo páramo. Las mujeres apresuraron el paso; por delante iba la madre, resollando. Un hombrecito cojo y pequeño pasó en sentido contrario, casi corriendo; lo vieron envuelto en sartas de agujas, alfileres y ganchos; prendido a su cuello viajaba un pequeño mono vestido de charro mexicano, asustado y tembloroso. María se distrajo con esa visión y apoyó por un instante la maleta en el suelo mojado. Su madre la increpó y le ordenó que siguiera caminando.

Estaban empapadas cuando atravesaron el patio de barro y llegaron al cuarto con puerta de plancha de cinc. Trataron de no despertar al viejo que dormía roncando en la oscuridad. La niña tropezó e hizo que la maleta del acordeón chocara contra el piso de tierra compactada. El viejo tosió y encendió el mechero. Las miró y les preguntó cómo les había ido, intentando incorporarse en el desvencijado catre. La mujer le contestó algo ininteligible con voz melosa y sumisa; luego le pidió que siguiera descansando; entonces el viejo inició su acostumbrado discurso; se quejó de su mala suerte, de su miseria, de su enfermedad. Se tocaba la pierna envuelta en trapos sucios. La mujer y sus hijas, como siempre, lo escuchaban respetuosamente, sin atreverse siquiera a respirar. El viejo continuaba su monólogo, mirando de rato en rato a Paula, llamándola el sostén de la familia, pidiéndole que se acercara para tocarle la cara con sus dedos largos y huesudos, haciendo que la mano de la muchacha le tocara la frente, los labios resecos y la mejilla poblada con una barba nunca terminada de crecer, gris y áspera, que en ese momento estaba empapada con sus lágrimas.

Una mariposa nocturna empezó a girar alrededor del mechero y el viejo, olvidándolo todo, se dio a la tarea de cazarla. Luego, carraspeando y cambiando de tono de voz, le dijo a la mujer que le entregara el dinero que habían logrado recaudar en la función. Ella se lo dio sumisamente, advirtiéndole a media voz que no era mucho, mientras Paula se quitaba el abrigo y el vestidito blanco de encaje y respiraba profundamente aliviada, vuelta hacia la pared para que el viejo no le viera los senos, pequeños pero ya completamente formados, que parecían cobrar vida liberados de la opresión. María, indiferente y acostumbrada, secó la maleta del acordeón con un trapo sucio y luego la arrinconó cuidadosamente en un ángulo del cuarto. El viejo contaba los billetes observado por la mujer. Después ambos separaron una cantidad y la pusieron al lado de mechero, encima de un cajón de madera grasienta. Paula ya sabía lo que sucedería después, así que se apresuró a ponerse el único vestido que poseía y esperó a que el viejo le ordenara ir a comprar unos pesos de pan (lo decía como queriendo darle toda la importancia al hecho de comprar pan, casi con humildad) y luego un aguardiente.

Después del mediodía la mujer despertó y se incorporó al lado del viejo que seguía durmiendo. Todavía sentía los efectos del alcohol, así que tuvo que esperar un instante antes de admitir que había ocurrido lo que temía: Paula se había ido; no sólo faltaba el abrigo rojo sino que el aire olía a su ausencia. Con pánico sacudió levemente los hombros del viejo, que despertó sobresaltado comprendiéndolo todo en el mismo instante. Su rostro enrojeció y, recorriendo con la mirada las paredes del cuarto, se dirigió donde la niña pequeña masticaba un pedazo de pan, ajena a todo. El hombre supo entonces que ella podía haber sido el milagro que esperaba en ese momento trágico. Se acercó más, hasta que la niña se sintió obligada a mirarlo por la cercanía; todavía degustaba el sabor del pan que había desaparecido entre sus labios. El viejo supo que quizá no hubiera sentido ningún dolor por la pérdida de Paula. El vestidito de encaje se destacaba en un rincón: la cantante lo había abandonado. Él ahogó un sollozo al verlo y ver la maleta del acordeón y el rostro inexpresivo de su mujer; entonces se abalanzó encima de la niña, olvidándose del pie envuelto en trapos sucios, y llorando como un niño que mata a su perro, la estranguló, maldiciéndola por haber nacido muda.

René Bascopé Aspiazu.

Escritor paceño, 1951 – 1984.

Fuente: LA PATRIA
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